viernes, 14 de junio de 2013

Pedagogía del Aburrido (Cristina Corea -Ignacio Lewkowicz)

PEDAGOGÍA
DEL
ABURRIDO
Escuelas destituidas,
familias perplejas.
Cristina Corea-Ignacio Lewkowicz
Paidós Educador
Capítulo 12
LOS CHICOS-USUARIOS
EN LA ERA DE LA INFORMACIÓN1
Cristina Corea
I
El esfuerzo es un componente que estuvo presente en nuestra tradición pedagógica.
Los que fuimos educados en las instituciones pedagógicas hacíamos el esfuerzo,
desarrollábamos una tolerancia entrenada en la espera de la obtención de resultados.
Esa es nuestra experiencia, no es la experiencia de los chicos contemporáneos.
Actualmente estos chicos se preguntan, nos preguntan: “¿cómo voy a leer un texto
que no entiendo de entrada?”, y nosotros les decimos, nos decimos, que no es posible
entender un texto de entrada. Pero esta observación carece de sentido para la
subjetividad de un chico contemporáneo, eso no tiene sentido para unos chicos que le
piden al texto escrito la misma conexión directa que a otros soportes, como Internet o
la televisión. El discurso pedagógico del esfuerzo nos exigía poder sostener algo más
allá de que nos conectemos, nos enganchemos, nos divirtamos. Y uno aceptaba hacer
el esfuerzo por el resultado. Pero hoy ese esquema está agotado.
Ante la frustración por no poder enseñar, ante el hecho de llegar a una institución
educativa con una expectativa y que esa expectativa siempre sea defraudada, nuestra
preocupación se fue desplazando de qué se enseña a por qué no se puede enseñar.
Ahora bien, la caída de nuestras expectativas no sólo ocurría en el colegio secundario
y en la universidad, sino también en el posgrado. Fue justamente en un posgrado
donde percibimos que estábamos en otro tipo de situación: no se trata de la
destitución de una subjetividad sino que esa subjetividad nunca se había destituido.
Que los posgrados no instituyen la subjetividad pedagógica que les es pertinente es
algo que veíamos en las experiencias de asesoramiento a estudiantes de posgrado
que querían iniciar, continuar o finalizar su tesis. Generalmente, estos prototesistas no
distinguen una tesis de una hipótesis, tienen serias dificultades para escribir o
argumentar... Ahora, cuando acompañábamos a estos estudiantes también veíamos
que en el posgrado no se pensaba con qué prácticas producir la subjetividad del
tesista. En definitiva, no se producía la figura del tesista porque se la suponía dada.
Así, el problema se sitúa claramente en relación con la alteración de un tipo subjetivo:
el alumno.
Al no haber subjetividad del que aprende, los chicos inventan sus propias estrategias
para aprender. Un chico que cursó álgebra en el Ciclo Básico Común de la
Universidad de Buenos Aires contaba cuál fue su estrategia para aprobar esa materia.
Decía:
“yo me puse en la cabeza la mentalidad Rambo; cursaba en mi comisión, después me
quedaba a cursar en la comisión siguiente y luego me iba a tomar unas clases de
apoyo en otra sede”. Lo interesante allí es la aparición de una figura y el hecho de que
esa figura haya podido representar una experiencia, una subjetividad: ésa fue, para él,
la subjetividad pertinente para aprender álgebra. Cuando pensamos en el
desfondamiento de las instituciones educativas, estamos pensando en el agotamiento
de la capacidad de las instituciones para producir la subjetividad del que aprende y del
que enseña.
1 Este trabajo resulta del seminario “Desfondamiento de las instituciones Educativas” que coordinó Cristina Corea
durante el año 2003 en el Estudio LWZ.
Este fondo de ideas es el que nos permitió avanzar en Pedagogía del aburrido, en la
investigación orientada a indagar la relación de los chicos con la televisión. O más
precisamente, con la información.
II
Durante los primeros momentos de la investigación, buscamos generar estrategias de
intervención para enseñar al alumno aburrido. Si bien lo hacíamos a través de
dispositivos nuevos y no de un modo directo —por ejemplo, cambiando la
bibliografía—, lo que buscábamos era intervenir en la situación pedagógica. Pero la
experiencia de la investigación cambió cuando comenzamos a pensar la relación de
los chicos con la información. Entonces, la investigación ya no estuvo orientada a
diseñar estrategias de intervención en el dispositivo pedagógico sino a pensar los
modos subjetivos de habitar situaciones de dispersión. En rigor, la tarea ya no era
pensar una herramienta para intervenir en una situación que diagnosticábamos como
desacoplada o sintomática sino pensar qué operaciones configuran los fragmentos de
información dispersos que permiten habitar una situación.
Cuando la estrategia de investigación dejó de centrarse en la intervención pedagógica
resultó necesario pensar la subjetividad del que interviene, del que lleva adelante la
intervención, del que diseña las estrategias, porque ya no es una figura instituida, dada
y pensada. La figura del observador quedaba destituida cuando empezamos a trabajar
con la idea de habitar; tuvimos que pensar entonces nuestra subjetividad como
investigadores que se constituyen en la experiencia de investigar. Entonces, para
pensar la relación de los chicos con la información nos pusimos a mirar la televisión
con los chicos, la tele de los chicos. Para pensar la relación de los chicos con Internet,
nos constituimos como usuarios virtuales. Dejamos de pensar cómo era el niño que
miraba la tele —si era consumidor o era espectador— y nos pusimos a ver cómo era
mirar la televisión: miramos Cartoon, miramos las películas para chicos.
III
Como resultado de este movimiento interno en la investigación, hoy tenemos una
casuística y algunas especulaciones pero no tenemos una teorización sobre cómo es
el pensamiento de base perceptiva. Pero sí vemos que difiere radicalmente del
pensamiento reflexivo de la conciencia. Un ejemplo. Mi hijo de cinco años juega a un
videojuego de luchas. Para jugar a ese tipo de videos, hay que apretar botones y
manejar una palanquita. Cada uno de los botones produce un movimiento específico
en el personaje que se ve en la pantalla. Yo asistí al aprendizaje que hizo mi hijo de
ese videojuego. En los dos primeros intentos, perdió enseguida. Pero en el tercer
intento ya estaba jugando alrededor de quince minutos. Ahora bien, contra mi
expectativa, no había aprendido qué producía cada tecla en la pantalla sino que había
desarrollado velocidad en los dedos. Había desarrollado destreza en los dedos y
velocidad de reacción para apretar durante el mismo lapso mayor cantidad de veces
todos los botones. Es cierto que se produjo un aprendizaje porque pasó de jugar un
minuto a jugar quince, pero también es cierto que sé produjo un pensamiento, aunque
no elaborativo o asociativo. Nuestra pregunta era, entonces, si existe un pensamiento
basado en la percepción. Y parece que existe, pero no se trata de un pensamiento
reflexivo sino más bien de una eficacia operatoria que no requiere de la conciencia —y
más aún: si la conciencia interviene, se vuelve más ineficaz—. El pensamiento demora
la reacción. La conexión permite operar en la velocidad.
Podríamos decir que la eficacia de ese aprendizaje está más ligada con la velocidad
que con la conciencia. Es decir que para llevar adelante este juego, por ejemplo, los
chicos desarrollan más velocidad motriz que pensamiento consciente y racional. No es
pensamiento representacional sino estrictamente conectivo. Por el contrario, el
pensamiento reflexivo entorpece la conexión. Un rasgo de este tipo de aprendizajes es
que no se producen por explicación: si uno quiere explicarle a alguien cómo hacer, no
puede. Esto mismo ocurre con el manejo del mouse. El mouse es la interfase que
opera la conexión del plano de la realidad con la virtualidad. La relación con él es
puramente mecánica; si uno piensa, no puede operar. El aprendizaje del uso del
mouse es puramente conectivo. Ahora bien, esta dimensión de los aprendizajes —más
conectiva y menos racional— seguramente está presente en los aprendizajes de la era
institucional. Pero vemos que en la actualidad se va haciendo cada vez más frecuente.
O mejor dicho, que en el entorno informacional es ésa la modalidad exclusiva de
relación. La modalidad de la conciencia, de la interpretación, de las representaciones
comienza a volverse impertinente. Si antes la modalidad conectiva era sólo una
dimensión de los aprendizajes muy acotada, hoy empieza a tomar un papel relevante,
empieza a adquirir preponderancia.
Ahora, en la investigación nos interesamos por la relación de los niños con la televisión
porque veíamos que para los niños la información es un dato primero y no algo que se
agrega posteriormente a su experiencia; y por lo tanto, los niños están más
desprovistos que los adultos del vicio de la ideología o de la interpretación. La relación
de los chicos con la información se da en la conexión con la información y no por
transmisión, se da en el estar ahí y en las operaciones que se hacen para habitar esa
situación. Nuestra tesis es que el niño como usuario de tecnologías destituye la
subjetividad pedagógica. Y la destituye porque en las operaciones propias del entorno
informacional cae la posibilidad de transferir.
IV
El siglo XX construye la posibilidad de la educación a través del juego. Pero esa
construcción siempre supone que quien juega desarrolla un recurso o una potencia
que le servirá para habitar otra situación. Si jugás, te educás sin darte cuenta. Esa
tambIén es la idea de uno de los canales para chicos, Discovery Kids: mirás televisión,
pero al mismo tiempo aprendés algo. En la tradición moderna de la pedagogía, el
juego también es un recurso para educar mejor, para que la educación en lugar de ser
una experiencia que requiere un esfuerzo sea una experiencia divertida. Pero si bien
se piensa la relación educación/juego, no se piensa al juego como algo en sí mismo.
La idea de que los nenes juegan al doctor y las nenas a la muñeca, y que así se
instituye la subjetividad del trabajador en los niños y la subjetividad de madre en las
niñas, es una lectura sociológica del juego basada en la transferencia: lo que se
adquiere en el juego hoy, se transfiere luego a otra situación. También es equivalente
a otra idea, la de que el juego sirve para elaborar la angustia, es decir, que el niño le
transfiere al juego angustias internas, y así utiliza el juego como un recurso para otra
cosa. La valoración pedagógica del juego implica pensar que el juego sirve para otra
cosa —para la vida adulta o para elaborar angustias—.
La relación pedagógica entre adultos y niños funciona sobre la existencia de la
transferencia. En más de un sentido, educar es transferirle alga a otro. Y a su vez, eso
que se transfiere debe tener la cualidad de ser transferible a otras situaciones. Pero la
transferencia en cualquiera de sus modalidades —transferencia de sentido, de
recursos, de saber— se torna inviable cuando se trata de un usuario que opera en un
entorno informacional. En los aprendizajes de tipo conectivo no es posible transferir y
ofrecen una vía para pensar la destitución de la posibilidad de transferencia. Este
saber que es básicamente perceptivo, conectivo y que no requiere de la conciencia, es
un saber que no se transfiere. O al menos, que no se transfiere al modo tradicional:
por un lado, no se transfiere de una persona a otra; por otro, no es posible transferirlo
de una situación a otra.
Por el contrario, en el entorno institucional, un niño se liga con un adulto por
diferencias de saber y de responsabilidad. El niño no sabe, el adulto sí. El niño no es
responsable de sus actos, el adulto es responsable por él. Ese modo de ligar pone al
adulto en el lugar de educador. El adulto puede garantizar el proceso de aprendizaje.
El adulto, cuando el chico se aburre y no quiere seguir, está ahí para decirle “hacé el
esfuerzo, que más adelante te va a servir”. Este modo de relación es lo que en
nuestras observaciones se fue mostrando agotado. Ya no es posible transferir. Por un
lado, porque en el entorno informacional, lo que se desarrolla como destreza, lo que se
adquiere como recurso no se puede transferir. Por otro, porqué en tiempos de fluidez y
de velocidad, las situaciones cambian tanto que un recurso que sirve para hoy, no
sirve para mañana.
V
Por otro lado y como parte de esta investigación, observamos que la infancia
contemporánea juega mucho más con los adultos que la infancia institucional. Hoy la
modalidad de juego no es sólo infantil, es más bien una modalidad de vínculo con otro.
Así como la infancia era una institución, el juego también lo era. En mi infancia mis
padres no jugaban conmigo, pero no porque eran malos padres, sino porque jugar era
cosa de chicos. La infancia actual es mucho más difusa en sus bordes, no es una
edad en la que están los chicos sino más bien un modo de estar en las situaciones
Entonces podríamos decir que las situaciones de la infancia pueden ser habitadas
también por los adultos que se constituyen subjetivamente en ese modo de estar.
Actualmente un chico no juega por el simple hecho de ser chico, muchas veces es
necesario hacerlo jugar. Muchos chicos no juegan, o en lugar de jugar se pegan.
Entonces comenzamos a pensar que la cadena de transmisión sociocultural del juego
está cortada. Cuando la infancia estaba instituida, el juego se transmitía de generación
en generación Pero eso sólo podía ocurrir en un contexto estable y regular, donde los
niños más grandes le enseñaban a jugar a los niños más chicos. La desaparición de la
vereda como lugar de encuentro y de juego es un dato relevante para entender la
destitución de la infancia como institución. Si no hay espacios públicos donde ir a
jugar, si las plazas no son lugares donde uno pueda llevar a los chicos, si la vereda es
un lugar peligroso, ya no hay lugares de transmisión del juego entre chicos. Ya no
quedan espacios sociales donde jugar. En lugares como el shopping, por ejemplo, no
se da esta modalidad social de juego entre los chicos. Antes el juego se daba de un
modo casi espontáneo. Actualmente, en cambio, hay que armar la situación de juego.
A muchos chicos hoy les cuesta armar esa situación si no hay alguien que ayude a
sostenerla. Si antes la situación de juego se armaba espontáneamente, era gracias a
la institución, es decir, gracias a la existencia de un contexto estable —la calle como
un lugar seguro, los vecinos tutelando—. Podríamos decir que existía un panóptico
que sostenía ese contexto de seguridad y permitía la repetición de los ritos de juego, y
cuando eso desaparece, el juego, como cualquier otra práctica, ya no se produce por
transmisión. Empezamos a ver que las situaciones donde los chicos se encuentran,
juegan y piensan son situaciones producidas y sostenidas ad hoc. En estas
condiciones, se da la paradoja de que muchas veces son los adultos quienes les
enseñan a jugar a los chicos. Así como muchas veces los chicos les tienen que
enseñar a los adultos a jugar en la computadora, los adultos les tienen que enseñar a
los chicos que la mancha tiene reglas, que no se trata de pegarse entre todos.
VI
También observamos una variación en los juguetes. La mutación de los juguetes es
otra de las vías para pensar no sólo la destitución de la infancia sino también la
variación del juego mismo. Nos detuvimos a pensar en los juguetes tecnológicos y
vimos que estos juguetes no son objetos a los que los chicos les puedan transferir un
sentido instituido. A un transformer, por ejemplo, no es posible transferirle un sentido
asociado con “papá, mamá, la ley”. Los juguetes del mundo de la infancia institucional
eran juguetes cuyo sentido venía dado por los entornos institucionales: la familia, el
trabajo. Los chicos recibían el sentido de esos objetos junto con los objetos, no lo
tenían que producir, lo producía la institución. Los juguetes institucionales son símiles
de las instituciones, son símbolo de las instituciones. Por supuesto que estos juguetes
todavía existen, pero coexisten con otros y en esa heterogeneidad pierden la potencia
que tenían por estar investidos de un valor ideológico. Los transformer, los digimon
son juguetes que no tienen ningún tipo de símil en la realidad, son una pura realidad
tecnológica. Entonces, los niños en su relación con estos juguetes tecnológicos están
llamados a hacer un trabajo de significación muy potente.
Un ejemplo de este trabajo de significación que hacen los chicos sobre los juguetes es
que muchos chicos, cuando reciben un juguete, valoran tanto el objeto como el
envoltorio. Estos juguetes traen generalmente un envoltorio impresionante, y ese
envoltorio trae una ficha técnica que muestra que integran una serie —una serie que a
su vez existe mediáticamente—. Entonces, el cartón que sintetiza la información sobre
el juguete es tan importante como el juguete mismo. Un chico que recibió un muñeco
de éstos como regalo de Reyes, ante el pedido de su primo de que se lo muestre, le
llevó el cartón, y no el muñeco. Una amiga contaba que su nieta jugaba más con los
cartones de las barbies, que con las barbies. Es decir que el usuario tiene que hacer
operaciones muy potentes de significación de los objetos. Los chicos tienen que hacer
un trabajo muy intenso sobre la información —“estudiar” los cartones, mirar la tele,
recordar los nombres de todos los muñecos de la serie—. Tienen que hacer un trabajo
de producción de sentido para un objeto cuyo sentido no está instituido o, si tiene
algún sentido, ese sentido tiene la labilidad de la información. En los contextos fluidos,
si algo funciona en un solo soporte o demanda una sola operación o es una sola cosa,
no puede ser asumido, pensado, habitado. Es decir, para un chico, un muñeco que
viene con el álbum de figuritas, que trae stickers, que sale en los vasitos de yogur, que
sale en la televisión, que tiene la película, tiene mucho más valor. Pero no porque el
chico sea un consumidor que compra “todo lo que le imponen”, sino porque la
multiplicación de soportes hace más habitable la navegación en la información. Una
cosa que es una sola, no genera operaciones, sólo pasa —como en el zapping—.
Para que algo obtenga sentido para un chico, el chico lo tiene que encontrar en
distintos soportes y operar sobre eso varias veces. Por eso uno ve que las películas o
los juguetes que tienen más éxito entre los chicos son aquellos que están asociados a
otros objetos. En esta línea leemos la eficacia de Harry Potter. La eficacia de Harry
Potter no está tanto en el valor literario de la novela, sino en el hecho de ser un
artefacto multimediático. Harry Potter es un multimedia: es una novela que viene
acompañada de una película, de disfraces, de promociones en McDonald’s, de todo un
rnerchandising. Y esa gran prodigalidad de soportes, esas permanentes reapariciones
bajo distintas formas, es lo que les permite a los chicos apropiarse de eso y al mismo
tiempo seguir reproduciéndolo —los chicos hacen, por ejemplo, sitios de Harry Potter
en Internet—. Parecería que estas operaciones requieren una existencia
multimediática porque hoy, si el texto no es multimediático, no genera ningún tipo de
operación. Una maestra de jardín contaba que después de leerles un cuento a los
chicos, una nena le preguntó: ¿y la parte dos?”. La parte dos es hoy para los chicos
algo así como el modo en que se estructuran las cosas. Uno puede ver allí una
operación del mercado, o puede ver en cambio la necesidad de que algo tenga una
aparición ulterior. En los entornos informacionales algo que se presenta como una sola
cosa no induce ninguna operación. Desde el punto de vista de los chicos, la película y
la novela vienen prácticamente juntas. Los chicos piensan si va a leer primero el libro y
luego van a ver la película, o al revés. Piensan la relación de la novela con el libro.
Tanto el libro como la película son parte del hipertexto, del multimedia. Algunos
pueden preferir más Internet que la película, otros más la película que el libro, eso va
en gustos, pero cada uno de esos términos funciona en red, no funciona de manera
autónoma. El solo hecho de que exista un diálogo constante entre la novela y la
película nos habla de la presencia de otra subjetividad. Es decir, de una subjetividad
que no se constituye leyendo, sino en la interfase entre los distintos soportes.
VII
Para poder percibir las operaciones que hacen los chicos para habitar la información
—es decir, para ligar, vincularse con otros, pensar, detenerse— nos fue imprescindible
atravesar, por un lado, el prejuicio ideológico del consumo: en definitiva, atravesar la
crítica del consumo y dejar de ver en el chico que pide un muñeco y después el álbum
de figuritas y después la remera, a un mero consumidor que “se traga todo”, y
empezar a ver allí una operación de cohesión. Y por otro lado, nos fue imprescindible
abandonar la posición pedagógica: abandonar la suposición de que todo recurso
obtenido en el entorno informacional debería poder ser transferido a otra situación, es
decir, servir en otra situación. La idea de educar para el futuro hoy directamente
implica dejar a los chicos desolados. Intentar educar para el futuro es de algún modo
abandonarlos. Porque de ese modo uno no puede pensar qué piensan los chicos. Los
chicos piensan, operan, diseñan estrategias. Entonces, si uno desvaloriza esas
operaciones por el hecho de que no sirven para el futuro, se pierde la posibilidad de
componerse a través de esas operaciones, de componerse en el vinculo con los
chicos.
Capítulo 13
¿QUÉ HACEN LOS CHICOS CON LA TELE?2
Cristina Corea
Bajo ciertas condiciones, la televisión puede ser una situación de pensamiento. Es
decir que se puede constituir una subjetividad en la experiencia de mirar la TV, o más
bien en la experiencia de pensar a partir de mirar la TV. Sería una experiencia de
pensamiento que se constituye sobre el mirar y no sobre el escribir hablar. En el siglo
XIX la subjetividad social se constituyó a partir de la práctica de la lectoescritura, en el
siglo XX a partir de la escucha —se ponía el acento en la comunicación—, y en el siglo
XXI a partir de la mirada, es el siglo del espectador. Entonces, bajo ciertas condiciones
la mirada puede ser una experiencia de pensamiento. Y la pregunta es: ¿cuáles son
esas condiciones?
En principio parece negada la potencia de la TV como un real capaz de producir
efectos. Nadie negó cuando Freud dijo que había sexualidad infantil, que los órganos
sexuales tenían tal potencia que la subjetividad no podía dejar de constituirse a partir
de la experiencia de la sexualidad. Hay experiencia de sexualidad porque se admite
que los órganos sexuales tienen una potencia tal que deben ser pensados
significados. Hoy, tendríamos que admitir esa potencia en las prácticas mediáticas. Es
decir, que la TV puede ser soporte de una experiencia, que la TV tiene la potencia de
constituir la subjetividad. La subjetividad mediática sería el resultado de darle a la TV
un lugar de causa —como le dio el psicoanálisis a los órganos sexuales. Ya no hay
toqueteo sino sexualidad infantil. Ya no hay pura conexión sino operaciones de
pensamiento a partir de mirar la TV.
Hoy, para que haya operaciones tiene que haber una conexión básica. Es decir, si no
estamos mirando la TV no podemos pensar sobre eso. Es necesario un primer nivel de
conexión. En principio tiene que haber conexión, después vendrán las operaciones, la
experiencia. La pregunta sobre cómo se puede usar la TV en la escuela es incorrecta
porque no puede haber un uso pedagógico de la televisión. A ella se está conectado o
no, y si no se está conectado no se puede pensar sobre eso. La única forma de hacer
algo con la televisión es dejarse tomar por ella, no importa si es en la escuela o en la
casa; hay que hacer la experiencia de ser un espectador, como primera medida,
después se puede empezar a pensar. En este primer nivel de conexión, la edad no
interviene, la conexión no está condicionada por la edad, sino que depende de una
decisión subjetiva.
Partiendo de estas aclaraciones se configura una investigación que toma en serio esta
pregunta: ¿qué hacen los chicos con la televisión? En esta experiencia, la
investigación nos llevó a la constatación de que no había un universo homogéneo para
la infancia; de que ya no había un niño como figura instituida. Nos encontramos en un
terreno de mucha dispersión, de mucha disparidad, en el que se multiplicaban las
experiencias de los niños.
Investigué mucho, en el marco del trabajo del que hoy quiero hablar, sobre cómo ven
la televisión los chicos. Durante mucho tiempo investigué cómo escribían los
estudiantes universitarios, y el punto de partida fueron mis propios alumnos. Del
mismo modo, cuando quise empezar a pensar qué hacían los chicos con la televisión,
lo primero que hice fue ver cómo veía televisión mi hijo, los amigos de mi hijo, los hijos
de mis amigos. Esto, lejos de sesgar la investigación, creo que es su esencia: la
implicación es lo único que permite producir una relación de pensamiento.
Partimos de una pregunta actual: ¿qué hacen los chicos con la tele? Una razón por la
cual me interesan las posibles respuestas a esta pregunta, más allá de mi relación
2 Charla en el Hospital de Niños, 9 de Octubre de 2003.
directa con los niños, es mi relación directa con mis colegas. Soy docente desde hace
veinte años y, en general, noto que los maestros odian la televisión, que la televisión
está mucho más denostada y devaluada de lo que se admite. Así, los críticos de la
televisión son de algún modo interlocutores de esta investigación. Diría que la crítica
se ejerce desde dos mitos: por un lado, el mito que dice que la televisión tiene que
servir para educar, que tiene que elevar el nivel cultural de la gente, tiene que ser una
herramienta edificante. Por otro lado, el mito de que manipula, hipnotiza, genera
adicción, genera terribles comportamientos imitativos, violentos.
El otro punto de partida de esta investigación es la convicción de que no se puede
tratar a los chicos como cosas. Son subjetividades muy activas y suponerlos pasivos,
objetos de múltiples vejámenes o víctimas nos aleja del verdadero desamparo que
padecen, que es el desamparo de un pensamiento que realmente los piense. No están
desamparados por irresponsables, por ineptos o por inmaduros, sino porque los
modos en que ellos piensan, cómo ellos se constituyen y operan escapan a las
modalidades más o menos establecidas de pensarlos. Por esto les decía que para
pensar con un niño es indispensable estar involucrado en situación con un niño.
Respecto de la televisión, la cuestión es bastante complicada. Dijimos ya que uno de
los interlocutores de esta investigación eran mis colegas. En el entorno de la
pedagogía y la educación en general se observa en los maestros una actitud
espontánea de denostar la televisión. Para un maestro, un libro es un hecho
culturalmente inobjetable: un libro es garantía de cultura e implica operaciones
intelectuales, mientras que la televisión, en principio, no lo es. Hay que trabajar mucho
más para que alguien acepte que se puede pensar la televisión que para que alguien
acepte que se puede pensar un libro.
Se nos presentan, entonces, dos figuras contrapuestas: la del letrado y la del
espectador. Y la figura del espectador, que es la más contemporánea de nuestra
experiencia cultural, está bastante devaluada porque no se le da estatuto de
pensamiento a la experiencia de ser espectador. Todos somos espectadores
involuntarios. Las condiciones están dadas para que cada día estemos mucho tiempo
en contacto directo con una pantalla, sea por decisión o por azar: hay televisión en las
salas de espera, en los bares, hay radios en los comercios, podemos estar en algún
momento del día en relación con una computadora. La experiencia de estar ante una
pantalla hoy nos es constitutiva. Más allá de la posición que adoptemos frente a eso —
más allá de que nos parezca que hay que pensar cómo afecta eso a la subjetividad o
que nos parezca que no es necesario pensarlo—, eso es algo que nos pasa: somos
habituales espectadores de pantallas. Y eso no está pensado, no está teorizado,
mientras que sí están muy pensadas la experiencias ligadas con la escritura, la
interpretación y la crítica, con lo que podemos llamar la cultura de la letra o la cultura
letrada.
Podemos postular que el espectador es una subjetividad que se escapa, que tiene una
configuración bastante inestable. La configuración informacional parece ser una
configuración endeble, que no se constituye con prácticas que marcan simbólicamente
como las prácticas que marcaban la experiencia de los lectoescritores. El espectador
se configura y se desconfigura en distintos entornos: no es una estructura que
permanece sino una configuración que se arma y se desarma, que entra y sale de la
red, que se evapora.
Creo que el punto interesante para pensar es bajo qué condiciones este hecho casi
fatal de ser espectadores puede ser una experiencia. ¿En qué condiciones podemos
pensarnos como espectadores de televisión, de información, como usuarios de
tecnología en el imperio de la información? ¿En qué condiciones esto puede ser una
experiencia de pensamiento? Llamaré experiencia a aquel hecho práctico en el que se
piensa y que, en tanto se piensa, se constituye pensando. Ser espectador, de acuerdo
con esta definición de experiencia, sería ser una subjetividad pensada.
Un problema que aparece es que no podemos exigir a la experiencia del espectador
que tenga los mismos atributos que tenía la experiencia de quien se constituye en la
experiencia del libro o en la experiencia de la letra. Partir de la subjetividad identificada
con el sujeto del libro o de la letra, materializada en el alumno, en el sujeto del
aprendizaje escolar, es poner al espectador en situación del que sólo puede perder. Y
esto es así porque, en principio, el espectador no se constituye en la experiencia de la
interpretación: el espectador no se constituye en relación con la televisión por vía de la
conciencia sino por la vía del estímulo, por vía de una percepción sobre la cual la
subjetividad no opera desde la conciencia. Esta idea acerca de cómo se constituye la
subjetividad del espectador no está del todo desarrollada. Tenemos una experiencia
hecha con los niños, mirando a los niños, mirando a los niños mirar la televisión y
navegar en Internet, pero no disponemos de mucha teoría. Sí tenemos muchas
preguntas sobre cómo es la experiencia del espectador, cómo es ser espectador y
cómo es ser usuario de las tecnologías.
El sujeto del aprendizaje, el sujeto escolarizado —identificado con el niño formado bajo
esos parámetros que mencionábamos de la infancia instituida— se constituye
básicamente en una relación con los estímulos en la que el estímulo aparece, el
aparato perceptivo lo recibe y la conciencia lo reelabora. Esa reelaboración funciona
según la lógica de la interpretación: lo que transforma un estímulo en algo que
permanece en la conciencia es una interpretación del sujeto, es decir que el sentido de
ese estímulo percibido será el que el sujeto produzca para interpretarlo.
Con el espectador aparece la figura de alguien que no interpreta sino que se conecta
directamente y opera con el estímulo. La interpretación no es un requisito para habitar
el entorno informacional; allí no es necesaria. Sí es necesaria para habitar un entorno
textual: no se puede leer sin interpretar. Pero no formaría parte del universo de la
información, del tipo de destrezas u operaciones necesarias para habitar el entorno
informacional. La escuela puede desarrollar estrategias críticas o mecánicas de
interpretación. Hay chicos que hacen operaciones interpretativas más arriesgadas que
otros, pero siempre la constitución subjetiva del lectoescritor transcurre bajo
operaciones que son de interpretación y en las cuales el sentido es decisivo. El sentido
que cada sujeto produce con lo que recibe es el ser mismo de ese sujeto. Pero en el
entorno informacional, para la subjetividad del espectador o del usuario, el sentido no
cuenta. O cuenta muy poco. Esta es una diferencia bastante importante entre letrado y
espectador.
Planteo una situación a modo de ejemplo de los problemas que trae pensar la
subjetividad del espectador. Una semióloga que tiene una hija de ocho años comenta
que le resulta asombroso lo temprano que su hija dejó los juguetes para ser
meramente televidente. En una familia de intelectuales —él es sociólogo y ella,
semióloga, y su tema son los medios— produce perplejidad una niña que a los ocho
años deja de jugar con muñecas para volcarse plenamente a la televisión, para
encontrar en la televisión casi el único recurso que la divierte o que la entusiasma. La
chica se vuelve fanática de Rebelde Way, un programa sobre adolescentes en un
colegio secundario. La madre, que siempre se manejó muy abiertamente, sin censurar
nunca la televisión, no puede contener la necesidad de plantearle a su hija el trasfondo
ideológico del programa en cuanto a la pertenencia de clase de los protagonistas y del
colegio en el que se desarrolla la trama. Pero la respuesta de la nena al discurso
ideológico de la madre es demoledora: “Es televisión”, dice. En la respuesta se ve
claramente lo poco que importa el sentido de lo que se ve. Y además, cómo la
experiencia de esta nena en tanto espectadora de televisión pasa por otro lado: en el
ver y dejar de ver hay algo más que no es del orden de la interpretación del sentido de
lo que dice el programa. Esto es decisivo: no hay lectura ideológica que sirva de guía
de análisis respecto de estos fenómenos.
La misma diferencia respecto de la televisión se estableció con Chiquititas. La
narración se desarrollaba en un orfanato habitado por chicos que no padecían la
orfandad, que no estaban marcados por ésta. En las escuelas se hacían lecturas
didácticas que hacían pie en la cuestión del sentido, motivando ejercicios para
esclarecer a los chicos que les estaban vendiendo una imagen falsa del orfanato. Pero
ése es el tipo de lecturas que no resulta de ninguna manera viable: ese modo de
relación con la televisión es un modo que está inmediata y espontáneamente
desestimado por los chicos. Al hablar con un chico de la televisión, no es ésa la
interpretación que está en juego: Ahora bien, ¿qué está en juego entonces? Esa es
nuestra pregunta.
La primera operación visible es este conectarse y desconectarse, pero es una
operación que observamos que no deja demasiada marca, que configura demasiado
poco. La pregunta que nos hacíamos cuando mirábamos a los chicos, cuando
mirábamos la televisión con los chicos, era: si no interpretan, entonces, ¿qué hacen?
Está claro que partimos de la idea de que hacen algo: los chicos piensan, pero
piensan bajo una modalidad que no es la de la conciencia, no es la de la inducción ni
es la de la inferencia. No es la de ninguna de las figuras de la interpretación. Entonces,
para pensar qué hacen los chicos nos preguntamos qué tipo de problemas les
presenta la información, o cuál es el tipo de malestares o padecimientos que sienten
cuando están en entornos informacionales. Y resulta evidente que una de las cosas
que perturban y complican la posibilidad de habitar los entornos de la información es la
saturación.
Cuando los chicos dicen que se aburren, un modo de entenderlo es pensar que hay
mucha estimulación y poca capacidad de enganche con los estímulos que vienen.
¿Con qué recurso la televisión nos hace quedar o nos propone conexión?
Proporcionándonos estímulos. Y lo interesante de este modo de pensar la
problemática aparece en este punto: lo que la televisión ofrece a cambio de que nos
quedemos es lo que, en ciertos umbrales, nos expulsa. Me conecto. La televisión me
estimula. Me quedo. Me saturo. Me aburro. En ese par conexión/saturación se juega
gran parte del tipo de operaciones que un espectador o un usuario tiene que hacer
para poder habitar la relación con la información.
Es curioso el hecho de que los chicos no hacen zapping: Miran los programas, miran
la publicidad, van a buscar algún juguete como el que están viendo en el programa
para poder interactuar más. Aquí se ve que la idea de que los chicos son pasivos es
poco eficaz para entender qué hacen. Ellos buscan un muñeco, piden que se les
compre el producto que aparece en la publicidad. Los chicos multiplican las
conexiones, lo cual es un modo de habitar la información. Pero multiplican las
conexiones de un modo que no está ofrecido mecánicamente en el formato. El chico
que busca el muñeco para seguir mirando la televisión, trae un elemento más para
conectarse con lo que está pasando; y ésa es una operación que produce él. El chico
produce una densidad con la información y desacelera el flujo.
Hay otras operaciones. Los chicos miran televisión y hacen lo que se hace en la
televisión. A esto se lo puede ver como mera imitación, pero también como un modo
de conexión, de dejarse habitar por la información, de desacelerar algo que “viene y
pasa” y no deja marca a menos que se interactúe con eso. Hay una mirada bastante
maliciosa que dice que la televisión transforma a los chicos en consumidores, en
ovejas de rebaño, en presas del mercado. Pero también podríamos pensar que si un
estímulo se presenta una sola vez, no tiene cómo alojarse. Y en ese marco, la serie
hipertextual que arman —mirar, jugar con, disfrazarse de, coleccionar, interactuar con
el amigo— es una cadena de operaciones de conexión para poder habitar la velocidad
de la información. Un estímulo único en el entorno informacional no se percibe. Eso es
algo que saben quienes arman los formatos televisivos, y así es que incluyen cada vez
más elementos en la oferta del programa —Internet en simultáneo con el programa,
por ejemplo—. Los chicos son, en ese sentido, navegantes de la información.
Otro punto interesante es que, así como no hay institución infancia, no hay institución
televisión. La televisión es un nodo de la información: nadie ve televisión solamente
sino que se ve televisión en un circuito integrado con otras tecnologías. La televisión
es un nodo denso, con mucha capacidad de conectar. Así, Rebelde Way quizá no sea
tan significativo para un chico por el contenido sino más bien por la cantidad de
interacciones que le permite hacer. De Rebelde Way hay CD, ropa, merchandising,
conversación posible. Cuanto más se pueda multiplicar la conexión, más tiempo el
estímulo puede ser alojado en el universo del espectador. Así, cambió totalmente la
experiencia del coleccionista. Los chicos no pueden terminar de coleccionar una serie
de figuritas porque siempre aparece algo nuevo que hace caer lo anterior. Los
álbumes no se completan, pero observamos que cuanto más entono tiene un álbum,
más perdura. Para que una colección de álbum de figuritas permanezca y no caiga a
la semana debe estar en una relación hipertextual con otras cosas. Una mamá que
entrevistamos dice que los chicos no son críticos con los productos mediáticos; que los
chicos van a ver todas las películas y todas les gustan, y que la diferencia entre una
película y otra reside en cuánto tiempo se la recuerda. Hay películas que caen en el
olvido de inmediato y otras que permanecen. Y las que permanecen, permanecen
porque ellos hacen operaciones: piden el video o el disfraz, coleccionan las figuritas,
juegan con eso. Esto nos habla de modalidades de recepción sumamente activas. Se
ve en los niños una subjetividad muy activa, operando todo el tiempo contra la
evaporación de la información, contra la dispersión.
Por supuesto, el umbral es bastante complicado porque la oferta de conexión está
pautada por el mercado. Uno entra en una juguetería y ve dos Max Steel, uno cuesta x
pesos; el otro, el doble; el último está en la televisión y el otro no. Y el muñeco es el
mismo. Uno podría pensar que estar en la televisión le agrega valor a un muñeco, en
el sentido de que lo que no está en la televisión no existe. Hay entonces una mirada
posible del mercado como artificio maléfico que se aprovecha del chico. Pero también
es cierto que desde la experiencia del chico no se ve cómo, sin instituciones, un
juguete puede adquirir significación si no es por vía mediática. Esto es interesante
como experiencia o como padecimiento de la infancia actual. Nuestros juguetes, los
juguetes de la infancia instituida, eran objetos que se producían en un entorno de
escasez. También estaban bastante diferenciados por géneros. Y quizá en un contexto
de escasez uno no recuerda las cosas porque sean buenas sino porque son lo único
que hay. Recordar algo en un contexto de saturación es bastante más complicado, y lo
bueno y lo malo pasa a tener otro estatuto. En nuestra infancia, además, los juguetes
venían investidos por el entorno institucional en el que funcionaban. El sentido de la
muñeca era el de las prácticas institucionales en las cuales vivía una nena: jugar a la
mamá era una cuestión de género, pero de género instituido; había expectativas de los
adultos, había discursos instituidos que les daban sentido a esos objetos. Los chicos
se ligaban libidinalmente con los objetos, de acuerdo con su significación en algún
entorno de institucionalización fuerte. ¿Qué investidura le puede dar una familia al
malo de Max Steel o a los Pokemon? Esos objetos están investidos de significado por
la televisión o por Internet, y si no, caen. No hay ninguna institución con capacidad de
investirlos con algún sentido. Entonces resulta lógico que, para el chico, lo que está en
la televisión tenga sentido y lo otro no.
Los objetos tienen la posibilidad de constituirse en un hipertexto con otras cosas. Ese
hipertexto, por un lado, aísla el objeto de la cornucopia de cosas posibles y selecciona
algo, pero a la vez genera una cadena que ofrece algún entorno para alojar lo que se
aisló. Algo interesante que apareció en la investigación fue que la caja de cartón de un
juguete tiene, muchas veces, el mismo valor que el muñeco; porque el cartón tiene
información. Hay chicos que coleccionan cartones como si fuesen las fichas de los
objetos, porque los objetos, sin la información necesaria, parecen materia inerte,
¿Cómo albergar la información ante tanta velocidad sin algún registro, o algún fichero?
Lo que me parece bastante triste de la infancia de estos chicos es la obsolescencia en
la que caen rápidamente las cosas con que juegan. Podría decirse que hay un
malestar propio de la generación de la infancia informacional que nosotros no
teníamos. Los chicos de hoy tienen que lidiar contra la evaporación y no contra la
represión institucional. La idea de valorar la imaginación infantil como símbolo de
libertad surge de la experiencia de una infancia disciplinada en contextos muy
represivos, en los que la imaginación era un modo de liberarse de una represión
constitutiva de la educación de un chico. En un contexto disperso —o en una situación
directamente sin contexto, que sería lo propio de esta época informacional, en la que
hay pura circulación de estímulos, velocidad y dispersión—, el problema de los chicos
no es defenderse de la represión sino generar formas de engancharse con algo que
les permitan constituirse pensando o habitando un flujo que no ofrece descansos.
El aburrimiento estaría representado en la figura de alguien que aparece como una
pista de información por la que pasan los estímulos y no se puede componer respecto
de nada. Ésa sería la figura del aburrido: el espectador que es pura pista de
información. Pero en la medida en que hay algún tipo de operación que compone esos
estímulos, empieza a generarse densidad y ese espectador puede ser soporte de
alguna experiencia. Y en ese sentido, poco importa tanto si eligen Rebelde Way o algo
con más espesor filosófico.

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