viernes, 14 de junio de 2013

Autor: Joan Ferrés | Fuente: biblioteca virtual de tecnología educativa. 

Otras Funciones Didácticas en el uso de la Televisión en el Proceso Educativo.
De manera indirecta, la incorporación de imágenes televisivas en el proceso de enseñanzaaprendizaje redundará en la formación de telespectadores más reflexivos y críticos
Autor: Joan Ferrés | Fuente: biblioteca virtual de tecnología educativa.  

Otras Funciones Didácticas en el uso de la Televisión en el Proceso Educativo.


Otras funciones didácticas


Hasta ahora se ha hablado de una utilización informativa y motivadora de las imágenes televisivas. Como deudora de la galaxia Gutenberg, la escuela ha heredado también el gusto preferente por el discurso unidireccional e informativo. Los discursos escolares, como el propio libro, se conciben casi exclusivamente como transmisores de información. No se cae en la cuenta de que existen otras posibilidades comunicativas, con sus correspondientes funciones didácticas. Sin ir más lejos, las funciones evaluativa, investigadora o expresiva.
Por ejemplo, el visionado de un filme o de una serie históricos, o simplemente de un filme o serie novelados situados en una época histórica, puede dar pie a un trabajo de investigación, confrontando el filme o la serie con otros documentos, para delimitar los elementos históricos y los novelados. Se puede analizar la estructura social de la época, los roles sociales, las costumbres, el vestuario, los principios y valores imperantes...


Las imágenes históricas o las de fenómenos naturales o artificiales pueden usarse también con una función evaluativa. Pueden servir, por ejemplo, para evaluar los conocimientos históricos o el grado de comprensión de los principios que rigen a los fenómenos por parte de los alumnos.

Se puede potenciar la creatividad de los alumnos contemplando imágenes sin la correspondiente banda sonora. O contemplando una narración a la que falta el principio o el final. En todos estos casos los alumnos deben completar, buscando soluciones creativas, o soluciones alternativas, según los casos. Preguntando, por ejemplo: ¿Qué hubiera ocurrido si...?
Las imágenes televisivas pueden dar lugar también a trabajos de carácter interdisciplinar. Los alumnos pueden traducir las imágenes a otras formas de expresión. Pueden ejercitarse, por ejemplo, en describir verbalmente lo observado, en adjetivar a personajes, entornos o paisajes. Pueden recrear plásticamente a estos personajes o situarlos en otros entornos. Pueden recrear las escenas utilizando un léxico distinto o usando otro registro comunicativo. Pueden buscar músicas que confieran una nueva significación a la escena o que le confieran un nuevo valor estético.

Aplicación a los primeros niveles


En los centros escolares se tiende a pensar que la televisión y el vídeo pueden ser útiles para los niveles superiores, pero no para los primeros niveles. Resulta contradictorio: si los niños contemplan la televisión desde los primeros años de su vida, no hay por qué marginarla de las aulas en estos niveles.
Las funciones que cumplirán las imágenes en estos primeros niveles serán distintos, ciertamente. Las actividades pueden consistir, por ejemplo, en ayudar a los niños a distinguir entre imagen y realidad, entre acontecimientos y su representación.

En otro ámbito, los comentarios realizados por los alumnos a partir de la contemplación de las imágenes pueden ser una oportunidad para ejercicios de expresión. Enriquecerán su vocabulario y sus mecanismos de expresión si aprovechan las historias televisivas para hacer comentarios y valoraciones. Pueden aprender igualmente a identificar, a clasificar... Las imágenes televisivas son también una oportunidad para desarrollar en los pequeños la capacidad de atención, de observación y de memoria visual.
El trabajo a partir del visionado de imágenes televisivas permite desarrollar también la capacidad de comprensión: se hacen preguntas sobre las situaciones, sobre los personajes y sus actitudes, sobre las concatenaciones entre planos o sobre las causas y las consecuencias de lo observado.

Las series televisivas y los dibujos pueden servir también para desarrollar habilidades relativas a la lateralidad, las proporciones o las distancias. Y para iniciarse en conceptos como la localización geográfica, la secuenciación temporal, la identificación de roles sociales...

El carácter audiovisual de las imágenes televisivas permite, en fin, introducir a los alumnos de los primeros niveles en la asociación de imágenes y sonidos, educando en habilidades relacionadas con la percepción del universo visual, con la del sonoro y con la interacción de ambos.

Formar telespectadores


De manera indirecta, la incorporación de imágenes televisivas en el proceso de enseñanzaaprendizaje redundará en la formación de telespectadores más reflexivos y críticos.
El uso de noticias televisivas en el aula, en un marco de análisis crítico, contribuirá a eliminar el mito de la televisión como ventana abierta a la realidad, es decir, el mito de la objetividad televisiva. Los alumnos aprenderán a descubrir el grado de subjetividad de las informaciones y la ideología que se desprende tanto de la selección de las realidades sobre las que se informa como de la selección de códigos para enunciarlas.

La incorporación de espots publicitarios en el aula, igualmente en un contexto reflexivo y crítico, permitirá descubrir las dimensiones ideológica y ética inherentes a la intencionalidad comercial de los espots. Se verá cómo, más allá de la venta del producto, se premian (y, por lo tanto, se potencian) estilos de vida, se proponen modelos de identificación, se priman valores y principios, se privilegian concepciones y roles sociales...

Lo mismo sirve para las series, los filmes y los programas de entretenimiento. Más allá de su valor como diversión o evasión, cumplen una función socializadora de la que el espectador no suele ser consciente. Estos programas son precisamente tanto más eficaces desde el punto de vista socializador por cuanto actúan de manera inadvertida, sin que el espectador haya activado sus mecanismos de defensa, de control.
En definitiva, la integración de todos estos materiales televisivos en el aula, aparte de servir para optimizar el proceso de enseñanzaaprendizaje, servirá para dotar a los alumnos de estrategias y recursos para una decodificación crítica de la televisión fuera del aula.

Educación en Medios (Buckingham) para leer trabajo final

EDUCACIÓN
EN MEDIOS
Alfabetización,
aprendizaje y cultura
contemporánea
Paidós Comunicación 158
1. ¿Por qué enseñar los
medios de comunicación
social?
¿Qué son los medios?
Mi diccionario explica la palabra «medio» como «un utensilio, instrumento u operación intermedios»: es la cosa o acción que sirve o se utiliza para conseguir algo o transmitir información. Un medio es algo que utilizamos cuando deseamos comunicarnos con las personas indirectamente, es decir, sin que medie contacto personal o los interlocutores se vean cara a cara. Esta definición de diccionario nos dice algo fundamental sobre los medios, algo que constituye la base del currículo de la educación mediática. Los medios no nos ofrecen una ventana transparente sobre el mundo. Ofrecen cauces o conductos a través de los cuales pueden comunicarse de manera indirecta representaciones o imágenes del mundo. Los medios intervienen: no nos ponen en contacto directo con el mundo, sino que nos ofrecen versiones selectivas del mismo.
Corno se verá por el uso que se hace de él en este libro, el término «medios» abarca todo el abanico de los medios modernos de comunicación social: televisión, cine, vídeo, radio, fotografía, publicidad, periódicos y revistas, música grabada, juegos de ordenador e Internet. Por textos mediáticos se han de entender los programas, filmes, imágenes, lugares de la red (etcétera) que se transmiten a través de estas diversas
formas de comunicación. Al referirse a muchas de estas formas de comunicación se añade a menudo que se trata de medios de comunicación «de masas», lo que implica que alcanzan a auditorios muy amplios, aunque naturalmente algunos medios están pensados sólo para auditorios pequeños o especializados. Y no existe razón alguna para que ciertas formas más tradicionales, como los libros, no puedan considerarse
«medios», dado que también ellas nos ofrecen versiones o representaciones «mediadas» del mundo.
En principio, las cuestiones y los enfoques esbozados en este libro pueden aplicarse a todo el abanico de los medios: desde las costosas películas de éxito clamoroso hasta las fotografías instantáneas que hace la gente en diversos momentos de su vida cotidiana, y desde el último vídeo pop o juego de ordenador hasta las películas u obras de literatura «clásicas» más conocidas. Todos estos medios son igualmente dignos de
estudio, y no existen razones lógicas para que los consideremos de manera independiente. La pretensión de que estudiemos «literatura» aislándola de otros tipos de textos impresos, o cinematografía con exclusión de otros tipos de medios que utilizan imágenes en movimiento, refleja claramente puntos de vista sociales
ampliamente compartidos acerca del valor de estas diversas formas. Sin embargo, por institucionalizadas que puedan estar en el currículo, tales puntos de vista son cada vez más cuestionables.
¿Qué es la educación mediática?
Los textos mediáticos combinan con frecuencia varios «lenguajes» o formas de comunicación: imágenes visuales (inmóviles o en movimiento), lenguaje auditivo (sonido, música o palabra) y escrito. Sin embargo, la educación mediática se propone desarrollar una competencia de base amplia, no relacionada exclusivamente con la letra impresa, sino también con estos otros sistemas simbólicos de imágenes y sonidos. Esta competencia aparece descrita a menudo como una forma de alfabetización; además, se sostiene que, en el mundo moderno la «alfabetización mediática» es tan importante para los jóvenes como la alfabetización más tradicional que les capacita para leer la letra impresa.
Así pues, la educación mediática es el proceso de enseñar y aprender acerca de los medios de comunicación; la alfabetización mediática es el resultado: el conocimiento y las habilidades que adquieren los alumnos. Como mostraré más detenidamente en el capítulo 3, la alfabetización mediática implica necesariamente «leer» y «escribir» los medios. Por lo tanto, la educación mediática se propone desarrollar tanto la comprensión crítica como la participación activa. Esto capacita a los jóvenes para que, como consumidores de los medios, estén en condiciones de interpretar y valorar con criterio sus productos; al mismo tiempo, les capacita para convertirse ellos mismos en productores de medios por derecho propio. La educación mediática gira en tomo al desarrollo de las capacidades críticas y creativas de los jóvenes.
La educación mediática tiene, pues, que ver con la enseñanza y el aprendizaje acerca de los medios. No deberíamos confundirla con la enseñanza por medio de o con los medios: por ejemplo, el uso de la televisión o de los ordenadores como herramientas para la enseñanza de la ciencia o de la historia. Naturalmente, estas herramientas educativas también nos ofrecen versiones o representaciones del mundo y, por ese motivo los educadores mediáticos han tratado a menudo de poner en tela de juicio el uso instrumental de los medios como «recursos didácticos». Esta llamada de atención es particularmente importante en relación con el entusiasmo contemporáneo por las nuevas tecnologías en la educación, donde los medios se ven a menudo como herramientas neutrales al servicio de la «información». Es evidente que, aunque puede
mantener un diálogo crítico fructífero con estas áreas, la educación mediática no debería confundirse con la tecnología educativa o con los recursos pedagógicos.
¿Por qué la educación mediática?
¿Por qué deberíamos instruir a los jóvenes acerca de los medios de comunicación social? Cuando se pretende justificar racionalmente el estudio de la educación mediática, la mayoría de autores tiende a empezar acumulando datos estadísticos que demuestran la importancia de los medios en las vidas de los niños actuales. Las encuestas muestran una y otra vez que, en la mayoría de países industrializados, los
niños pasan mas tiempo viendo la televisión que en la escuela, o en cualquiera otra ocupación de no sea dormir (véanse, por ejemplo: Livingstone y Bovill, 2001; Rideout y otros, 1999). Si a esto añadimos el tiempo que dedican al cine, a las revistas, a los juegos de ordenador y a la música popular, es evidente que los medios constituyen con mucho el pasatiempo más significativo de su tiempo libre.
Estos hechos llevan a menudo a hacer afirmaciones más amplias acerca de la importancia económica, social y cultural de los medios en las sociedades modernas.
Los medios representan grandes industrias, que generan beneficios y empleo; de ellos obtenemos la mayor parte de nuestra información acerca del procero político; y nos ofrecen ideas, imágenes y representaciones (tanto fácticas como imaginarias) que inevitablemente conforman nuestra visión de la realidad. Los medios son sin duda el principal recurso contemporáneo de expresión y comunicación culturales: quien pretenda participar activamente en la vida pública necesariamente tendrá que utilizar los modernos medios de comunicación social. Se sostiene a menudo que los medios han sustituido actualmente a la familia, a la Iglesia y a la escuela como principal fuente de influencia socializadora en la sociedad contemporánea.
Naturalmente, esto no significa que los medios sean todopoderosos, o que necesariamente promuevan una visión única y coherente del mundo. Pero es evidente qué los medios son ahora omnipresentes e inevitables. Los medios han conseguido impregnar profundamente las texturas y rutinas de nuestra vida cotidiana, y nos
proporcionan muchos de los «recursos simbólicos» para dirigir e interpretar nuestras relaciones y para definir nuestras identidades. Como sostiene Roger Silverstone (I999), los medios están ahora «en el centro de la experiencia, en el corazón de nuestra capacidad o incapacidad para encontrarle un sentido al mundo en que
vivimos». Y, como él mismo sugiere, ésta es justamente la razón por la que deberíamos estudiarlos.
En estas condiciones, por tanto, el razonamiento en favor de la educación mediática se reduce esencialmente a un razonamiento para hacer que el currículo sea relevante para las vidas de los niños fuera de la escuela, y para la sociedad más amplia. En la practica, sin embargo, muchos intentos de justificar teóricamente la educación mediática adoptan un enfoque mucho menos neutral. La educación mediática se contempla generalmente como una solución para un problema; y la relación de los niños con los medios no se ve como un hecho de la vida moderna, sino básicamente como un fenómeno perjudicial y dañino al que los educadores deben tratar de hacer frente. Como veremos más adelante, las razones por las cuales esa relación parece representar un problema —y, consiguientemente, la naturaleza de las soluciones que
se proponen— son muy variadas. Para algunos, la preocupación central es la aparente falta de valor cultural de los medios, sobre todo si se los compara con los «clásicos» del arte o de la literatura; en cambio, para otros, el problema radica en las actitudes o formas de conducta indeseables que al parecer promueven los medios.
Así pues, como cualquier otro ámbito educativo, la educación mediática se ha caracterizado por un ininterrumpido debate acerca de sus objetivos fundamentales y sus métodos. Son muy pocos los profesores que inicialmente hayan recibido una formación en educación mediática; es natural, por tanto, que tiendan a enfocarla partiendo de diferentes trasfondos disciplinarios, y con diversas motivaciones. Una
manera de seguir la pista de estas diversas justificaciones racionales y motivaciones es a través de una perspectiva histórica. En los próximos apartados ofreceré un breve relato de la evolución histórica de los enfoques que ha recibido la educación mediática, concretamente en el Reino Unido, aunque las grandes líneas de este desarrollo se han repetido en otros lugares.
Evolución de la educación mediática en el Reino Unido Trazar la historia del cambio educativo no es una tarea fácil. Es verdad que podemos echar mano de fuentes escritas —por ejemplo, de «manuales» para profesores, de materiales didácticos y documentos curriculares, y de publicaciones periódicas profesionales—, pero esta documentación sólo puede ofrecernos una comprensión limitada de las actividades que se desarrollan en el aula. De todos modos, al menos a partir de este material, estamos en condiciones de dividir la historia primitiva de la educación mediática en el Reino Unido en tres grandes fases (para más detalles, el
lector puede recurrir a Alvarado y Boyd-Barrett, 1992; Alvarado, Gutch y Wollen, 1987; Masterman, 1985).
DISCRIMINACIÓN
El punto de partida más comúnmente citado en esta historia podemos ponerlo en la obra del crítico literario F. R. Leavis y su alumno Denys Thompson. La obra de ambos Culture aND! Environrnent: The Training of Critical Awareness (1933) representó la primera propuesta sistemática de objetivos para la enseñanza de los medios de masas en las escuelas. El libro, revisado y reeditado varias veces en el transcurso de las dos
décadas siguientes, contiene una serie de ejercicios de clase a partir de extractos de periódicos, relatos populares y textos publicitarios. Este enfoque se vio posteriormente promovido por periódicos como Use of English, editado por el mismo Thompson, y finalmente fue recogido en varios informes oficiales sobre la educación. Leavis y sus colaboradores entendieron que su misión central era la salvaguarda del
legado literario, del lenguaje, los valores y la salud de la nación que aquél parecía
encarnar y representar. Los medios aparecían aquí como una influencia corruptora,
como vehículos de placeres superficiales en sustitución de los valores auténticos del
arte y la literatura con mayúscula. En este sentido, la enseñanza acerca de la cultura
popular tenía por objetivo animar a los estudiantes «discriminar y resistir»: armarlos
contra la manipulación comercial de los medios de comunicación de masas y,
consiguientemente, reconocer los méritos autoevidentes de la cultura «superior».
Este proceso de formación de los estudiantes en la «discriminación» y la «toma de
conciencia crítica» ha sido descrito por críticos posteriores como una forma de
«inoculación» o, en otras palabras, como un medio de protegerse contra e malestar
(Halloran y Jones, 1968; Masterman, 1980). Lo que hoy sigue resultándonos llamativo
en términos educativos es la extraordinaria autoconfianza que trasluce este proceso.
Leavis y Thompson pretendían capacitar a los profesores para exponer lo que ellos
veían como la cruda explotación y la barata falsedad emocional de la cultura popular.
Ambos autores daban por sentado que, una vez expuesta, esta situación sería
reconocida y condenada.
ESTUDIOS CULTURALES Y ARTES POPULARES
La siguiente fase en esta breve historia nos lleva a finales de la década de 1950 y
primeros años de la década de 1960, y al momento fundacional de los «British Cultural
Studies». De forma totalmente explícita en la obra de Raymond Williams (1958, 1961)
y Richard Hoggart (1959), este enfoque ponía en tela de juicio el concepto de
«cultura» de Leavis. La cultura no aparecía ya en este nuevo enfoque como un
conjunto fijo de productos privilegiados —por ejemplo, un «canon» aprobado de textos
literarios—, sino como «un estilo global de vida»; se admitía que la expresión cultural
pudiese adoptar un amplio abanico de formas, desde las más exaltadas hasta las que
reflejan la vida cotidiana. Este enfoque más amplio empezó así a cuestionar las
distinciones entre cultura superior y cultura popular y, en último término, entre arte y
experiencia vivida.
El texto clave que se propuso difundir este enfoque entre los profesores de las
escuelas fue The Popular Arts (1964), de Stuart Hall y Paddy Whannel. Esta obra
ofrecía un amplio abanico de sugerencias para la enseñanza de los medios, en
particular del cine. Este enfoque menos obviamente «inoculador» del estudio de los
medios se vio reflejado también en materiales didácticos y en informes oficiales de la
época. En un estudio que investigaba la situación en las escuelas secundarias,
Graham Murdock y Guy Phelps (1973) comprobaron que el enfoque de Leavis perdía
paulatinamente terreno a medida que profesores más jóvenes se esforzaban por
reconocer las experiencias culturales cotidianas de sus alumnos y construir a partir de
ellas.
Con todo, este enfoque seguía manteniendo vigentes una serie de distinciones
culturales fundamentales. Hoggart (1959), por ejemplo, distinguió claramente entre la
cultura «viviente» de las clases trabajadoras industriales y la cultura «procesada»,
derivada de Hollywood. Sorprende el tono típicamente antiamericano, evidente
también en la obra de Leavis. Por su parte, en Hall y Whannel (1964) y en el «Informe
Newsom sobre la Enseñanza Inglesa», publicado el año anterior (Departamento de
Educación y Ciencia, 1963), la distinción entre cultura superior y cultura popular no
desaparece, sino que cambia en parte de sentido. De esta manera, mientras ahora los
profesores se ven estimulados a prestar atención a las películas en el aula —eso sí,
dando preferencia a las películas europeas o británicas—, la televisión, medio cada
vez más dominante, continuaba quedando excluida del debate.
SCREEN EDUCATION Y DESMISTIFICACIÓN
En la década de 1970 podemos señalar otro cambio de paradigma, por influjo una vez
más del mundo académico. El desarrollo clave en este caso fue el concepto de «teoría
de Screen (Pantalla)», difundida a través de las páginas de los periódicos Sereen y
Screen Education. Screen fue el vehículo más significativo de nuevos desarrollos en
semiótica, estructuralismo, teoría psicoanalítica, postestructuralismo y teorías
marxistas sobre la ideología. El difícil papel de Screen Educadon consistió en sugerir
cómo estos enfoques académicos podían aplicarse a las aulas en las escuelas, a
pesar de que sólo de forma intermitente abordó explícitamente esta tarea (véase
Alvarado, Collins y Donald, 1993).
El representante más influyente de este enfoque fue sin duda Len Mastennan (1980,
1985). En realidad, Masterman se mostró sumamente crítico con lo que él consideraba
el elitismo académico de la teoría de Screen. Sin embargo, sus libros Teaching about
Television (1980) y Teaching the Media (1985) compartían las preocupaciones
centrales de la teoría por las cuestiones lingüísticas, ideológicas y de representación.
En este caso, el objetivo fundamental era poner al descubierto la naturaleza constructa
de los textos mediáticos, y consiguientemente mostrar cómo las representaciones
mediáticas refuerzan las ideologías de grupos dominantes dentro de la sociedad.
Mastennan rechazó enérgicamente el enfoque de Leavis y sus seguidores, por
considerarlo de clase media y discriminador, aunque por otra parte reconocía que el
enfoque que él criticaba continuaba prevaleciendo entre los profesores de inglés. En
cambio, él promovió métodos analíticos tomados de la semiología, que parecían
ofrecer la promesa de objetividad y rigor analítico. (Estos métodos serán analizados
más detenidamente en los capítulos 5 y 7.) Tales formas de análisis debían
combinarse con el estudio minucioso de la economía de las industrias mediáticas
(Masterman, 1985). A los estudiantes se les exigía que dejasen de lado sus
reacciones y gustos subjetivos y que se comprometiesen con formas sistemáticas de
análisis que estarían en condiciones de poner al descubierto las ideologías «ocultas»
de los medios, y consiguientemente «liberarlos» a ellos mismos de su influencia. De
esta manera, la discriminación por razón del valor cultural se ha visto desplazada
efectivamente por una forma de desmistificación política o ideológica.
Democratización y actitud defensiva
Esta breve historia pasa por alto inevitablemente algunos de los aspectos más
complejos de la diversas posturas, así como los contextos históricos en que éstas
fueron formuladas originalmente. Un análisis exhaustivo de la evolución de la
educación mediática tendría que empezar situando estos enfoques en el cambiante
clima social y cultural de sus épocas respectivas y, más en concreto, relacionarlos con
las luchas permanentes por el control de la política educativa. Sin embargo, si no se
pierden de vista estas reservas, es posible hacer una lectura de esta historia en
función de dos tendencias contradictorias. Por una parte, el desarrollo de la educación
mediática forma parte de un movimiento más amplio hacia la democratización; en
virtud de este proceso democratizador las culturas extraescolares de los estudiantes
son gradualmente reconocidas como válidas y dignas de consideración en el currículo
escolar. En este sentido, la educación mediática podría verse como una dimensión de
las estrategias educativas «progresistas» que empezaron a ganar un amplio número
de adeptos en las décadas de 1960 y 1970. Por ejemplo, a los estudiantes de inglés
se les animó cada vez con mayor insistencia a escribir acerca de sus experiencias
cotidianas, a discutir el carácter poético de canciones populares, a participar en
debates sobre cuestiones sociales contemporáneas. Con este tipo de estrategias se
pretendía «validar» las culturas de los estudiantes y, al mismo tiempo, establecer
conexiones entre las culturas de la escuela y las de los hogares de los alumnos y del
grupo de pares.
Este cambio reflejó el creciente reconocimiento de que el currículo académico
tradicional resultaba inadecuado para una amplia mayoría de estudiantes, y de manera
particular para los alumnos de clase trabajadora. Ya en la obra de Leavi y Thompson
se reconoce sin dificultad que los profesores deben empezar trabajando con las
culturas que los estudiantes llevan consigo a la clase, sin tratar de imponerles
enseguida los valores de la cultura «superior». En fechas más recientes esta
democratización del currículo terminaría viéndose también como parte de un cambio
político más amplio, que se pone de manifiesto de múltiples formas en la obra de
William y en el proyecto de Screen Education. La tentativa de incluir la cultura popular
en el currículo representó una recusación directa del elitismo de la cultura literaria
establecida y, en este sentido, el cambio fue inspirado implícitamente por una clase
política más amplia. Por otra parte, sin embargo, esta historia es también un ejemplo
de actitud defensiva. En ella se refleja una vieja sospecha que ha pesado sobre los
medios y la cultura popular y que muy bien podría considerarse un rasgo definitorio de
lo sistemas educativos modernos (Lusted, 1985). Aunque el currículo muestra una
actitud de creciente apertura, todos esto enfoques tratan a su modo de inmunizar o
proteger a los estudiantes contra lo que se tenía por efectos negativos de lo medios.
Un enfoque de este tipo se basa implícitamente en idea de que, por una parte, los
medios están en condiciones de ejercer una enorme influencia (casi siempre de
carácter negativo) y que, por otra parte, los niños son particularmente vulnerables a la
manipulación. Enseñar a los niños sobre lo medios —es decir, capacitarlos para
analizar cómo están construidos los textos mediáticos y para comprender las
funciones económicas de las industrias mediáticas— aparece en este contexto como
una manera de fortalecerlos para que puedan rechazar tales influencias. En el
proceso, se argumenta, los niños se convertirán en consumidores racionales, capaces
de ver los medios de una forma «crítica» y distanciada. Esta actitud defensiva puede
tener diversas motivaciones que adquieren diferente significado en diferentes épocas y
en diferentes contextos nacionales y culturales. Particularmente en la obra de Leavis y
sus seguidores, la actitud defensiva en el plano Cultural es muy fuerte. Es decir, estos
autores tratan de proteger a los niños frente a los medios, en los que perciben una
evidente carencia de valor cultural y, consiguientemente, se esfuerzan por ganar a los
niños para formas superiores de arte y literatura. Si bien es verdad que en la
actualidad han dejado de estar de moda en algunos círculos, tales motivaciones a
menudo subyacen tras intereses, al parecer más «objetivos» o «políticos». Como en el
caso de Leavis y Hoggart, semejantes posturas comportan con frecuencia una actitud
de resistencia contra lo que se considera imperialismo cultural americano, que (por
razones evidentes) es especialmente llamativa en algunos países de habla inglesa y,
en cierto grado, en América Latina.
Más recientemente, podemos identificar una forma de resistencia política, que resulta
especialmente perceptible en la tercera perspectiva anteriormente esbozada. Aquí el
objetivo es utilizar la educación mediática, y especialmente el análisis de los medios,
como instrumento para desengañar a los estudiantes de falsas creencias e ideologías.
En muchos países ésta continúa siendo una motivación de primer orden para los
educadores mediáticos, aunque desde la década de 1970 la gama de asuntos
abordados aquí ha abarcado formas cada vez más amplias de «política de identidad»,
particularmente en torno a cuestiones de género y etnicidad. Desde esta perspectiva,
los medios son vistos como los responsables por excelencia de que los estudiantes se
vuelvan sexistas o racistas. Y es precisamente a través del análisis de los medios
como tales ideologías se verán desplazadas o superadas.
Aunque menos evidente en el Reino Unido, en otros países los educadores mediáticos
han contado con una poderosa motivación. Podríamos denominarla actitud de
resistencia moral. Por ejemplo, en Estados Unidos la educación mediática está
fuertemente motivada por el miedo, en primer lugar, a los efectos del sexo y la
violencia en los medios y, de forma no tan pronunciada, al papel de los medios en el
fomento del consumismo o materialismo. Una vez más, los medios son vistos aquí
como responsables directos de inculcar una serie de falsas creencias o
comportamientos: animar a los niños a creer que todos sus problemas pueden
resolverse por medio de la violencia o acaparando bienes materiales. Y sólo mediante
un riguroso entrenamiento en el análisis de los medios va a ser posible prevenir o
superar tales peligros (Anderson, 1980).
En cada caso, sin embargo, la educación mediática se propone como una forma de
enfrentarse con algunos de los problemas sociales más amplios y complejos —y si los
medios se identifican rutinariamente como la causa predominante de estos problemas,
la educación mediática parece verse a menudo como la solución—. Mientras tanto, la
necesidad de examinar cualquiera de las causas más espinosas de tales problemas
—o formas más eficaces y potencialmente menos gratas de enfrentarse con ellos— se
dejan hábilmente de lado. Por ejemplo, si podemos responsabilizar a los medios del
aumento de violencia, la educación mediática se convierte en una alternativa
razonable para el control de armas, o para hacer frente a problemas como la pobreza
o el racismo. Consiguientemente, la educación mediática termina percibiéndose no
como una simple forma alternativa para regular los medios —una alternativa liberal a
la censura, tal vez—, sino como una herramienta para modificar actitudes y
comportamientos más generales (véase Bragg, 2001).
Como en la investigación mediática, estos argumentos tienden a reaparecer cada vez
que entran en escena nuevos medios. Por ejemplo, la llegada de Internet ha puesto de
nuevo sobre el tapete muchos de estos argumentos proteccionistas en el campo de la
educación mediática. Muchos de los debates públicos acerca del uso que hacen los
niños de Internet se han centrado en los peligros de la pornografía, en los pedófilos
que acechan en las habitaciones donde se chatea, y en las seducciones de las ventas
a través de la Red. Aquí, sin embargo, algunos ven una vez más en la educación
mediática un tipo de vacuna: si no es posible mantener a los niños totalmente
apartados de los medios, la educación mediática nos permitirá por lo menos evitar la
contaminación. En este escenario, los beneficios y los placeres potenciales de los
medios se dejan de lado y se insiste exclusivamente —y, en algunos casos, de forma
claramente exagerada— sobre los daños que, según se supone, provocan esos
mismos medios.
Curiosamente, por diferentes que puedan ser estos intereses, las posiciones atribuidas
aquí a estudiantes y profesores continúan siendo admirablemente coherentes. Por lo
general, los estudiantes, además de estar especialmente amenazados por la influencia
negativa de los medios, parecen incapaces de resistirse al poder de estos últimos; en
cambio, se da más o menos por sentado que los profesores están en condiciones, por
una parte, de mantenerse fuera de este proceso y, por otra parte, de ofrecer a los
estudiantes las herramientas del análisis crítico que los «liberará». En uno y otro caso,
la educación mediática se considera un instrumento destinado a contrarrestar la
aparente fascinación y placer de los niños frente a los medios —y, consiguientemente,
su fe en los valores que los medios parecen promover—. Se piensa que la educación
mediática terminará llevando automáticamente a un mayor aprecio de la cultura
superior por parte de los niños, a formas moralmente más sanas de comportamiento, o
a opiniones más racionales y políticamente correctas. La educación mediática se ve
nada menos que como un instrumento de salvación.
Hacia un nuevo paradigma
De alguna manera, todos los enfoques esbozados hasta aquí han continuado
ejerciendo cierto influjo. Sin embargo, en la última década la educación mediática en el
Reino Unido y en otros muchos países ha empezado a entrar en una nueva fase. Si
bien es cierto que los puntos de vista proteccionistas están lejos de haber sido
abandonados, se ha producido una evolución gradual hacia un enfoque menos
defensivo. En general, los países que cuentan con sistemas educativos —
especialmente en el campo de la educación mediática— más «maduros» —es decir,
los países con la historia más larga y con las pautas de desarrollo más coherente—
han abandonado ya claramente el proteccionismo. (Los lectores que quieran conocer
con mayor detalle la evolución de la educación mediática en e plano internacional
pueden consultar las siguientes obras: Bazalgette, Bévort y Saviano, 1992;
Buckingham y Domaille 2001; Hart, 1998; Kubey, 1997; y Von Feilitzen y Carlsson
1999.)
Son varias las razones que explican este cambio. Hasta cierto punto, en él se reflejan
los puntos de vista cambiante de las relaciones de los jóvenes con los medios, tanto
en la investigación académica como de forma más general en el debate público. La
idea de que los medios son portadores de un conjunto específico de ideologías y
creencias —más en concreto, la visión de los medios como algo uniformemente
dañino o carente de valor cultural— no se puede defender ya con tanta facilidad.
Naturalmente, todavía existen límites significativos en la diversidad de los puntos de
vista y formas culturales representados en los medios que marcan la pauta, pero el
desarrollo de la comunicación moderna se ha traducido en un entorno más
heterogéneo, incluso fragmentado, en el que las fronteras entre cultura superior y
cultura popular se han vuelto sumamente borrosas. Por otra parte, la idea de que los
medios son una todopoderosa «industria de la conciencia» —como si ellos pudiesen
imponer por su cuenta falsos valores en sus pasivas audiencias— se ha puesto
también en tela de juicio. La investigación contemporánea sugiere que los niños
constituyen una audiencia mucho más autónoma y crítica de lo que
convencionalmente suele admitirse, cosa que no dudan en reconocer cada día más
claramente las mismas industrias rnediáticas.
En cierta medida, este cambio forma parte también de un desarrollo más amplio en el
pensamiento acerca de la regulación de los medios. Los cambios tecnológicos hacen
que cada vez resulte más difícil impedir que los niños accedan a un material
considerado dañino o inapropiado; esto sin Contar con que una regulación de este tipo
podría restringir las oportunidades de que los niños participen activamente en los
medios. Por lo que respecta a los reguladores mismos de los medios, en lugar de
insistir en la censura hoy se inclinan claramente hacia el «asesoramiento del
consumidor», del que la educación mediática se ve a menudo como una dimensión
(Buckingham y Sefton-Green, 1997). Mientras tanto, entre los educadores se reconoce
cada vez más que el enfoque proteccionista no funciona en realidad en la práctica.
Especialmente tratándose de áreas en las que la educación mediática tiene un interés
tan central —es decir, en aquellas cuestiones en que los estudiantes ven que están en
juego sus propias culturas y posibilidades de disfrute—, no es raro que los alumnos se
sientan inclinados a ofrecer resistencia o incluso a rechazar lo que les dicen los
profesores.
Hasta cierto punto, estos desarrollos podrían verse también como el resultado de un
cambio generacional. Disponemos de pruebas de que en el momento actual los
profesores más jóvenes, que ya han crecido con medios electrónicos, muestran
actitudes más relajadas: es menos probable que estos educadores se vean a sí
mismos como misioneros que denuncian la influencia de los medios y, por otro lado,
se expresan con mayor entusiasmo acerca del uso que hacen los jóvenes de los
medios como formas de expresión cultural (Morgan, l998a; Richards, l998a). Para esta
generación, un enfoque meramente defensivo de la educación mediática estaría en
contradicción con su propia experiencia como consumidores de los medios y los
colocaría en una posición falsa, patemalista, como profesores.
En conjunto, estos desarrollos están impulsando la aparición de un nuevo paradigma
para la educación mediática. Esta no se opone ya automáticamente a las experiencias
que los estudiantes tienen de los medios. No parte de la idea de que los medios son
necesaria e inevitablemente dañinos, o que los jóvenes son simplemente víctimas
pasivas de la influencia de los medios. Por el contrario, adopta una perspectiva más
centrada en el estudiante; es decir, en lugar de partir de los imperativos docentes del
profesor, tiene en cuenta el conocimiento y la experiencia de los jóvenes acerca de lo
medios. No pretende blindar a los jóvenes frente al influjo de los medios, para a
continuación seducirlos con la promesa de «cosas mejores». Se propone capacitarlos
para que decidan por su cuenta con conocimiento de causa. La educación mediática
no se contempla aquí como una forma de protección, sino como una forma de
preparación.
Desde varios puntos de vista, esta justificación racional parece más «neutral» que las
descritas anteriormente. En sentido amplio, este tipo de educación mediática se
propone un doble objetivo: en primer lugar, desarrollar la comprensión que tienen los
jóvenes de la cultura mediática que los rodea y, en segundo lugar, la participación de
esos mismos jóvenes en dicha cultura (Bazalgette, 1989). Los defensores de este
enfoque subrayan la importancia de la educación mediática como parte de una forma
más general de «ciudadanía democrática», aunque también reconocen que es
importante que los estudiantes disfruten y gocen de los medios.
Así pues, en términos generales, este nuevo enfoque parte —al menos
intencionalmente— de lo que ya conocen los estudiantes, de sus gustos y maneras de
disfrutar de los medios, sin dar por sentado en ningún momento que todo ese
trasfondo sea inútil o meramente «ideológico». Este enfoque no trata de sustituir las
respuestas «subjetivas» con otras pretendidamente «objetivas», ni de neutralizar el
disfrute de los medios por medio del análisis racional. Por el contrario, intenta
desarrollar un estilo más reflexivo de enseñanza y aprendizaje que permita a los
estudiantes valorar atentamente su propia actividad como «lectores» y como
«escritores» de textos mediáticos, y comprender los factores sociales y económicos
más amplios que están en juego. El análisis crítico se ve aquí como un proceso de
diálogo, y no tanto como una manera de alcanzar una posición mutuamente acordada
o predeterminada.
Desde esta perspectiva, la producción mediática de los estudiantes asume también
mucha mayor importancia. Naturalmente, el objetivo primario de la educación
mediática no es el entrenamiento de los futuros periodistas y productores de televisión:
ésta es una tarea que compete a la educación superior y a las mismas industrias
mediáticas. De todos modos, el potencial participativo de algunas de las nuevas
tecnologías —especialmente de Internet— ha facilitado significativamente, por una
parte, la participación de los jóvenes en la producción mediática creativa y, por otra
parte, las iniciativas que en este mismo sentido puedan tomar los profesores con sus
alumnos. Al subrayar el desarrollo de la creatividad de los jóvenes y su participación
en la producción de medios, los educadores mediáticos están consiguiendo que sus
voces se escuchen y, a la larga, están poniendo las bases para formas más
democráticas e inclusivas de producción mediática en el futuro.
Un paso adelante: enseñanza y aprendizaje
Un objetivo importante de este libro es definir, explicar e ilustrar este enfoque más
reciente de la educación mediática. En particular, la segunda parte ofrece una
descripción sistemática y detallada del marco conceptual de la educación mediática,
de sus estrategias típicas de aprendizaje, y de las posibilidades de la educación
mediática en una gama de áreas curriculares.
Además, el libro se propone explorar una serie de cuestiones y problemas todavía no
resueltos en este campo y estudiar algunos de los nuevos desafíos, En cierta medida,
estas cuestiones reflejan la «mayoría de edad» que ha alcanzado la educación
mediática. A lo largo de la última década, ésta ha empezado a reflexionar cada vez
más sobre su propia práctica, y a mostrarse más autocrítica al analizar la eficacia de
su trabajo. Se ha prestado mayor atención a cuestiones relativas al aprendizaje de los
estudiantes en la educación mediática. En cierta medida, estas cuestiones están
estrechamente relacionadas con debates teóricos más amplios en los estudios
académicos de los medios: debates, por ejemplo, sobre la relación entre disfrute e
ideología, y sobre el lugar del análisis «racional». Sin embargo, también se plantean
aquí cuestiones específicamente pedagógicas. ¿Cómo conseguiremos identificar los
conocimientos previos de los estudiantes acerca de los medios? ¿Cómo adquieren los
estudiantes comprensiones «críticas» o conceptuales? Los estudiantes, ¿cómo
aprender a utilizar los medios para expresarse ellos mismos y para comunicarse con
los demás? ¿Cómo relacionan el discurso académico del sujeto con sus propias
experiencias como usuarios de los medios? Y, finalmente, ¿cómo podemos estar
seguros de que la educación mediática es realmente diferente?
En el estudio de estas y otras cuestiones con ellas relacionadas en la tercera parte del
libro echaré mano de los resultados de la investigación didáctica realizada por mí y por
algunos colegas a lo largo de la última década. Esta investigación pone en tela de
juicio muchas de las pretensiones exageradas de anteriores enfoques de la educación
mediática y, en cierto modo, refleja un cuestionamiento más amplio de las
concepciones «modernistas» de la educación como medio para desarrollar formas de
«conciencia crítica» o racionalidad. De hecho, hasta cierto punto, esta investigación
surge de un repensamiento más amplio de algunos de los primitivos supuestos de la
práctica educativa «progresista» (Buckingham, 1998). De todos modos, mi objetivo
aquí no es simplemente echar por tierra las certezas de anteriores generaciones de
educadores supuestamente radicales; pretendo, además, sentar la base de una
concepción más coherente e inclusiva de lo que cuenta como aprendizaje.
Un paso adelante: un cuadro más amplio
A estas cuestiones más bien «internas», hay que añadir una serie de desarrollos más
amplios que han tenido múltiples implicaciones para los educadores mediáticos. Hasta
cierto punto, estos desarrollos demuestran lo urgente que es plantearse seriamente el
terna de la educación mediática, aunque también sugieren que nuestro ámbito
educativo necesita ampliarse —y tal vez repensarse.
La proliferación de tecnologías mediáticas, la comercialización y globalización de los
mercados mediáticos, la fragmentación de las audiencias masivas y la aparición de la
«interactividad» son fenómenos que están contribuyendo, cada uno a su manera, a
transformar fundamentalmente las experiencias cotidianas de los jóvenes con los
medios. En este nuevo entorno, los niños se han convertido paulatinamente en un
mercado apetecible para las industrias de los medios. En el momento actual, los niños
pueden acceder —y de hecho acceden— a los medios de «adultos», a través de la
televisión por cable, de los vídeos o de Internet, con mucha mayor facilidad de lo que
lo hicieron nunca sus padres; además, los niños poseen sus propias «esferas
mediáticas», tal vez cada vez más difíciles de penetrar o comprender para los adultos.
Los medios digitales —y muy especialmente Internet— aumentan significativamente
las posibilidades para la participación activa; sin embargo, para la gran mayoría de
niños, que todavía no pueden disfrutar de estas oportunidades, el peligro de exclusión
y de privación de derechos se deja sentir cada vez más.
Sobre estos desarrollos, y sus implicaciones para los jóvenes, reflexionaré más
detenidamente en el capítulo 2. De todos modos, conviene subrayar que su
importancia no se deja sentir exclusivamente en el ámbito de los medios. En realidad,
tales desarrollos reflejan tendencias mucho más amplias en el mundo contemporáneo,
tendencias de las que un importante número de teóricos sociales se ha ocupado ya
ampliamente en sus discusiones y debates. Al menos en los países occidentales, el
cambio hacia una sociedad consumista «postindustrial» parece haber trastocado las
pautas tradicionales relativas al empleo, la residencia y la vida social. Cada vez con
mayor frecuencia vemos cómo se ponen en tela de juicio instituciones sociales
establecidas, las reglas de conducta de la sociedad civil y determinadas concepciones
tradicionales de la ciudadanía. Mientras tanto, la globalización económica y cultural
está poniendo en crisis la legitimidad de la nación Estado y ha empezado a
reestructurar las relaciones entre lo local y lo global.
Muchos comentaristas sociales coinciden en afirmar que el mundo contemporáneo se
caracteriza por su creciente fragmentación e individualización. Viejos sistemas de
creencias y estilos de vida se ven hoy erosionados; determinadas jerarquías familiares
se derrumban. La movilidad social y geográfica supone una amenaza para vínculos
sociales tradicionales como los representados por la familia y la comunidad; la mayor
parte de los jóvenes crecen actualmente en sociedades cada vez más heterogéneas y
multiculturales, en las que coexisten concepciones muy diferentes de la moralidad y
tradiciones culturales muy distintas. En este contexto, la identidad termina viéndose
como una cuestión de elección individual, y no de derecho de nacimiento o de destino;
además, se argumenta, en el proceso los individuos se han vuelto más diversificados
aún —y en cierta medida más autónomos— en el uso y la interpretación que hacen de
bienes culturales. No obstante, a pesar de las apariencias, estas nuevas sociedades
son también más desiguales y más polarizadas que aquellas otras a las que parecen
estar en trance de sustituir.
Al parecer, estos desarrollos tienen también implicaciones perturbadoras para la
educación (Usher y Edwards, 1994). Los educadores, se argumenta, ya no pueden
verse a sí mismos como «legisladores» que imponen los valores y las normas de la
cultura oficial. Lo mejor que pueden esperar es actuar como «intérpretes» que hacen
accesibles «múltiples realidades» y diversas formas de percepción y conocimiento.
Mientras tanto, la retórica misionera de la escolarización pública —su pretensión de
«emancipar» a los estudiantes del poder y transformarlos en agentes sociales
autónomos— ha sido condenada como otra ilusión de modernidad capitalista.
La naturaleza y la extensión de estos desarrollos son sin duda objeto de debate,
aunque no existen razones que nos permitan poner en tela de juicio el papel central de
los medios —y de la cultura de consumo en sentido amplio— en la incesante
transformación de las sociedades modernas. Hasta cierto punto, esto parecería
reforzar la necesidad de la educación mediática, aunque no deja de plantear algunas
cuestiones significativas acerca de sus formas y prácticas características. La «política
de identidad» de la educación mediática contemporánea, con su insistencia en la
racionalidad y las concepciones «realistas» de la representación, debe ponerse en tela
de juicio, lo mismo que la retórica de la «ciudadanía democrática» en la que a menudo
se basa aquélla. Los avances tecnológicos cuestionan las distinciones convencionales
entre análisis crítico y producción creativa, pero a la vez pueden crear oportunidades
para formas muy diferentes —y mucho más «festivas»— de práctica pedagógica. Y a
medida que se cuestiona la legitimidad de la misma escuela como institución social,
necesitamos valorar la contribución potencial de la educación mediática a nuevas
formas de aprendizaje más allá del aula. Todos estos temas serán discutidos con
mayor detalle en la cuarta parte de este libro.
Una historia sin final
La presente introducción nos ha ofrecido una panorámica de algunos de los temas y
argumentos clave que serán discutidos más detalladamente en los restantes capítulos
del libro. En el breve resumen de la historia de la educación mediática que contienen
estas páginas, he procurado poner de relieve algunos de los factores que están en
litigio en su ininterrumpido desarrollo. Sin embargo, he procurado evitar las tentaciones
de un relato teleológico: como si las viejas ideas del pasado, ahora inadecuadas,
debieran lanzarse simplemente por la borda en favor de las nuevas y más adecuadas
ideas del presente. Si bien es verdad que este libro tratará de explicar y justificar el
actual «estado del arte» en la educación mediática, también se propone cuestionario y
sugerir cuál va a ser su futuro inmediato. Como toda forma de práctica educativa, la
educación mediática necesita un modelo claro del currículo y una teoría coherente
sobre el aprendizaje. Sin embargo, si pretenden mantenerse atentos a las nuevas
circunstancias y a las cambiantes necesidades y experiencias de los estudiantes, los
profesores mediáticos necesitan reflexionar también sobre su propia práctica y estar
preparados para responder a nuevos desafíos. Por suerte, como mostrará claramente
este libro, la evolución histórica de la educación mediática está lejos todavía de haber
tocado techo.
……………………………………
3. Alfabetizaciones en
medios
Los defensores de la educación mediática han invocado menudo el concepto de
«alfabetización» al tratar de definir y justificar su trabajo. El uso de semejante término
en este contexto data como mínimo de la década de 1970, fecha en que se
introdujeron en Estados Unidos una serie de currículos para la «alfabetización en el
uso de la televisión», la mayor parte de los cuales tuvieron una vida efímera
(Anderson, 1980). Por la general, en América del Norte se sigue utilizando la expresión
«alfabetización mediática» con preferencia a «educación mediática». La referencia a la
alfabetización se puso a la orden del día en el Reino Unido a finales de la década de
1980, en parte como consecuencia de los esfuerzos por incorporar la educación
mediática dentro de la enseñanza del inglés (véanse, por ejemplo, Bazalgette, 1988;
Buckingham, 1993b), Más recientemente, algunos educadores interesados
básicamente por la enseñanza de la lengua y la literatura han terminado reconociendo
(tal vez con cierto retraso) la importancia de enfrentarse con una gama más amplia de
medios (por ejemplo, Marsh y Millard, 2000; Watts Pailliotet y Mosenthal, 2000). Esta
orientación más reciente ha conducido además a la aparición del término
«multialfabetizaciones» (multiliteracies: Tyner, 1998; Cope y Kalantzis, 2000).
Por lo general, para estos autores las «nuevas» alfabetizaciones exigidas por los
medios modernos son tan importantes como las «antiguas» alfabetizaciones exigidas
por la imprenta. Naturalmente, la comunicación implica casi siempre una combinación
de diferentes modalidades, tanto visuales como verbales. En todo caso, el desarrollo de nuevos medios de comunicación ha supuesto una grave amenaza para el predominio de la palabra impresa, y sin duda está cambiando fundamentalmente nuestra propia manera de utilizar el lenguaje. En el momento actual, se afirma, toda alfabetización es inevitable y necesariamente una alfabetización multimediática. En este sentido, las formas tradicionales de alfabetizar no son ya adecuadas.
En cierto sentido, por lo tanto, este uso de la expresión «alfabetización mediática» podría verse como una afirmación polémica, y bajo este punto de vista tiene mucho en común con el uso a la moda del término en contextos como «alfabetización informática», «alfabetización económica» e incluso «alfabetización emocional». Se basa en una analogía entre las competencias que son pertinentes en áreas relativamente nuevas, o controvertidas, o de escasa entidad curricular (en este caso, los medios), y aquellas otras que se aplican en el área segura y no sometida a debate de la lectura y la escritura. La analogía se utiliza para reforzar ciertas afirmaciones acerca de la importancia —y sin duda la respetabilidad— de esta nueva área de estudio. Por otra parte, como es natural, la analogía en cuestión puede también hipotecar el futuro, por la sencilla razón que en ella se reconoce implícitamente la primacía del lenguaje escrito. El hecho de que la escritura se vea como la única modalidad «real» de comunicación nos obliga al parecer a describir todas las demás modalidades como formas de alfabetización (Kress, 1997).
El concepto de alfabetización
La expresión «alfabetización mediática» se refiere al conocimiento, las habilidades y
las competencias que se requieren para utilizar e interpretar los medios. De todos
modos, no resulta fácil definir exactamente qué se entiende por alfabetización mediática. Hablar de «alfabetización» en este contexto parecería implicar que, de alguna manera, los medios emplean ciertas formas de lenguaje, y que nosotros estamos en condiciones de estudiar y enseñar los «lenguajes» visuales y audiovisuales de manera parecida a como hacemos con el lenguaje escrito.
Generalmente se atribuye al lingüista Ferdinand de Saussure la idea de aplicar métodos lingüísticos al estudio de otras formas de comunicación, lo que posteriormente se bautizaría como semiótica o semiología (es decir, el estudio de los signos). Los  educadores mediáticos han empleado con frecuencia métodos o principios semióticos para analizar textos mediáticos (véase el capítulo 5).
Sin embargo, para algunos, la analogía con el lenguaje escrito —y, por consiguiente, la expresión «alfabetización mediática»— es sencillamente demasiado imprecisa, o incluso positivamente engañosa. Algunos especialistas en alfabetización, por ejemplo, nos ponen en guardia contra este uso más bien impreciso y metafórico de la expresión, aduciendo que de esa manera se vuelven borrosas las distinciones necesarias entre lenguaje escrito y otras formas de comunicación (entre otros: Barton, 1994; Kress, 1997). Mientras tanto, algunos analistas mediátícos rechazan la idea de que nuestra comprensión de la comunicación visual esté basada en el dominio de convenciones culturales como las que se aplican en el lenguaje. Ellos sugieren, por el contrario, que en nuestra comprensión de las representaciones visuales y audiovisuales intervienen las mismas habilidades que utilizamos para interpretar el mundo cotidiano que forma nuestro entorno (Messaris, 1994).
En último término, el valor de la analogía de la alfabetización depende de a qué nivel decidamos aplicarla. Como señala Paul Messaris (1994), las convenciones básicas del «lenguaje fílmico» tienen efectivamente que aprenderse; pero su aprendizaje resulta relativamente fácil y rápido, aunque sólo sea porque este tipo de convenciones remeda procesos familiares de percepción y comprensión. interpretar, por ejemplo, un movimiento de zoom o un fundido es algo relativamente sencillo, si uno tiene en cuenta la información contextual (las otras tomas utilizadas en la película, o el desarrollo del argumento). De hecho, las tentativas para desarrollar una teoría del «lenguaje fílmico» han tropezado con múltiples obstáculos: es muy difícil encontrar analogías entre los «elementos menores» de la película (tomas o movimientos de cámara, por ejemplo) y los elementos equivalentes en el lenguaje verbal (la palabra o el fonema), por no hablar de aspectos como los tiempos o las negaciones. Diversos analistas han llegado a la conclusión de que el filme no posee de hecho una sintaxis que nos permita distinguir entre enunciados «gramaticales» y «no gramaticales» (véase Buckingham, l993a).
También las tentativas de los psicólogos por identificar las habilidades básicas que intervienen en la «alfabetización televisiva» han encontrado muchas dificultades. Al menos en principio, debería ser posible analizar qué es lo que un espectador competente necesita hacer para «comprender» un programa de televisión; no obstante, esto no se corresponde necesariamente con las formas de producción real de significados. Los rasgos formales concretos de la televisión no comportan significados fijos que puedan ser definidos objetivamente. Un movimiento de zoom de la cámara, por ejemplo, puede «significar» cosas diferentes en diferentes momentos; es más, en determinadas ocasiones ese mismo gesto puede «significar» lo mismo que un movimiento de rastreo de la cámara o un fotograma de primer plano. No puede afirmarse que tales elementos, básicos en apariencia, del lenguaje mediático son procesados automáticamente. Sin embargo, al menos momentáneamente, los espectadores tienen que decidirse activamente por determinadas opciones acerca de su significado (para una discusión más amplia, véase Buckingham, l993a, capítulo 2).
De todos modos, conviene distinguir aquí entre interpretación en este «micronivel» y el «macronivel» del sentido textual. Por ejemplo,.la forma como nosotros interpretamos un película no depende sólo de la «lectura» que hagamos de de terminadas tomas o secuencias. Depende también de cómo esté organizado y estructurado el texto en su conjunto —por ejemplo, de su carácter narrativo—; de cómo se relacione con otros textos que nosotros mismos podamos haber visto (intertextualidad), o con géneros con los que estemos familiarizados; de cómo el texto se pronuncie acerca de —o se refiera a— aspectos de la realidad que nos sean más o menos familiares (representación); y de las expectativas que nosotros ponemos en ella, por ejemplo, como resultado de la manera como ha sido anunciada y distribuida. Una vez comprendidos, estos diferentes elementos pueden parecer otras tantas formas de «alfabetización», en el sentido de que todos ellos implican producción de sentido y de placer a partir de una cierta gama de signos textuales.
De esta manera, la «alfabetización» a la que nos referimos generalmente cuandohablamos de «alfabetización mediática» es evidentemente algo más que una simplealfabetización funcional: la habilidad, por ejemplo, para descifrar las claves de un programa de televisión, o para utilizar una cámara. Por alfabetización no se entiende aquí simplemente una especie «juego de herramientas» cognitivas que capacita a las
personas para comprender y utilizar los medios. Y, de esta manera, la educación
mediática pasa a ser algo más que una especie curso de entrenamiento o prueba decompetencia en las habilidades relacionadas con los medios. A falta de otradesignación mejor, la alfabetización mediática es una forma de alfabetización crítica.Exige análisis, evaluación y reflexión crítica. Supone la adquisición de un«metalenguaje», es decir, de un medio que nos permite describir las formas y lasestructuras de diferentes tipos de comunicación; e implica una compresión másamplia, por una parte, de contextos sociales, económicos e institucionales decomunicación y, por otra parte, de cómo estos mismos contextos afectan a lasexperiencias y las prácticas de las personas (Luke, 2000). La alfabetización mediáticaincluye sin duda la habilidad para utilizar e interpretar los medios, pero implica tambiénuna comprensión analítica mucho más amplia.Una teoría social sobre las alfabetizacionesPara los defensores de las «multialfabetizaciones» (Cope y Kalantzis, 2000) y paraotros en este campo (Buckingham, 1993a; Spencer, 1986), la insistencia en lapluralidad de alfabetizaciones no tiene que ver exclusivamente con las múltiples modalidades o (medios) de comunicación. También está relacionada con la naturaleza intrínsecamente social de la alfabetización, y consiguientemente con las diversas formas que la alfabetización adopta en diferentes culturas, y más concretamente en el contexto de las sociedades de nuestro entorno, cada vez más multiculturales. La investigación sobre la alfabetización en la letra impresa muestra claramente que diferentes grupos sociales definen, adquieren y utilizan la alfabetización de muy diversas maneras, y que las consecuencias de la alfabetización dependen de los contextos sociales en que se utilizan y de los objetivos sociales que se persiguen con su uso (véanse, entre otros, Heath, 1983; Scribner y Cole, 1981; Street, 1984). Por este motivo, los investigadores en cuestión tienden a hablar de «prácticas alfabetizadoras» o «acontecimientos alfabetizadores», y no tanto de simple «alfabetización» por sí misma: en otras palabras, para esos investigadores la lectura y la escritura son actividades sociales, más que manifestaciones de un conjunto de habilidades cognitivas despersonalizadas.
Desde este punto de vista, por lo tanto, no podemos hablar de la alfabetización aislada de las estructuras sociales e institucionales en que aparece ubicada. Esta es una teoría social que de hecho prescinde de un concepto único de alfabetización y lo sustituye por una idea de alfabetizaciones plurales, que aparecen definidas por los significados que producen y por los intereses sociales que promocionan. Esto implica que los individuos no crean sentidos cada uno por su cuenta, sino en virtud de su implicación en redes sociales, o «comunidades interpretativas», que promueven y valoran formas concretas de alfabetización. Por este motivo, el estudio de la alfabetización debería abordar cuestiones relativas a los contextos económicos e institucionales de la comunicación: por ejemplo, el tema de cómo diferentes grupos sociales gozan de diferentes tipos de acceso a la alfabetización, y de cómo el acceso y la distribución están relacionados con desigualdades más amplias dentro de la sociedad (Luke, 2000). Este enfoque implica, además, que el hecho de adquirir la alfabetización (de la forma que sea) abre la vía a formas concretas de acción social.
La gente se capacita para hacer cosas, ya sea en su profesión, en su vida privada o en la sociedad civil; y las formas que adopta dependen de lo que se está haciendo. La acción social está inevitablemente relacionada con la actuación del poder en la sociedad; en este sentido, podemos decir que la alfabetización gira en tomo a la producción de significados simbólicos, que a su vez encarnan y representan determinadas relaciones de poder.
Sin embargo, en el caso de la «alfabetización mediática», este enfoque sugiere que no podemos ver —o, desde luego, enseñar— la alfabetización como un conjunto de habilidades cognitivas que todos los individuos sin excepción llegan a «poseer». Deberíamos empezar reconociendo que los medios, además de formar parte integrante del entramado de la vida cotidiana de los niños, están incrustados en sus relaciones sociales. Deberíamos reconocer obligatoriamente que las competencias que contribuyen a dar sentido a los medios muestran una distribución social, y que diferentes grupos sociales manifiestan diferentes orientaciones respecto de los medios, y los utilizarán de diferente manera. En este sentido, es muy probable que los niños disfruten de diferentes «alfabetizaciones mediáticas» —o de diferentes modalidades de alfabetización—, tal como exigen las diferentes situaciones sociales que tienen que afrontar, y que dichas alfabetizaciones tendrán a su vez diferentes funciones y consecuencias sociales. Deberíamos reconocer también que los individuos tienen «historias» de experiencias mediáticas que pueden ser activadas de determinadas maneras en determinados contextos sociales, o gracias a determinados «acontecimientos alfabetizadores».
Llegados a este punto, permítasenos dejar de lado por un momento esta discusión relativamente abstracta y considerar qué es lo que realmente queremos decir en la práctica cuando hablamos de «alfabetización mediática». ¿En qué medida definimos la alfabetización mediática de manera que realmente podamos enseñarla? ¿Es posible especificar las partes constitutivas de la alfabetización mediática e identificar cómo podemos esperar que los jóvenes la adquieran? En la siguiente sección, intentaré plantear todas estas cuestiones desde la práctica.
Mapa conceptual de alfabetizaciones mediáticas Hasta ahora se ha intentado en diversas ocasiones definir cuáles son los componentes de la «alfabetización mediática» y prescribir cómo deben enseñarse esos mismos componentes a niños de diferentes edades (véanse, entre otros, Bazalgette, 1989; Brown, 1991; Tyner, 1998; Worsnop, 1996). El modelo de «alfabetización cinematográfica» del British Film Institute, propuesto por primera vez en el informe Making Movies Mctter (Film Education Working Group, 1999), es un ejemplo reciente.
El modelo en cuestión se refiere específicamente a imágenes en movimiento, aunque gran parte de los aspectos identificados pueden aplicarse también a otros medios de comunicación social, incluida la imprenta. Y no hay nada que nos obligue a considerar que las imágenes en movimiento constituyen un caso aislado.
El modelo británico descompone el campo en tres «áreas conceptuales»: «el lenguaje de las imágenes en movimiento», «productores y audiencias» y «mensajes y valores». (Estas áreas coinciden en realidad con las que yo mismo describiré en el próximo capítulo, aunque personalmente dividiré el área «productores y audiencias» en dos categorías diferentes.) El documento trata de ofrecer un modelo de «progresión del aprendizaje» que oriente la enseñanza sobre las imágenes en movimiento a niños de diferentes edades y niveles escolares. Además de precisar las «experiencias y actividades» que lo estudiantes deberían estar en condiciones de afrontar en cada nivel, también define los «resultados» que podrían esperarse así como las «palabras clave» que sugieren «las áreas y tipo de conocimiento que pueden corresponder a cada nivel».
El recuadro 3.1 ofrece un ejemplo de los resultados que se especifican en una de las tres áreas, «mensajes y valores». A tenor del texto, el área en cuestión aborda múltiples cuestiones acerca de los «efectos» de los medios sobre las «ideas, valores y creencias», y se centra concretamente en la relación entre textos y realidad de la imagen en movimiento. (Esta área corresponde a la que yo he descrito detalladamente en el capítulo 4, bajo el término de «representación».) Merece la pena señalar que este modelo no está descrito en función de la edad sino teniendo en cuenta los niveles escolares. A pesar de todo no es casual que el Currículo Nacional del Reino Unido esté dividido actualmente en cinco «niveles clave», que se definen a partir de la edad. (De esta manera,
nivel clave 1, corresponde a las edades de 5-7 años; nivel clave 2, a 7-11 años; nivel clave 3, a 11-14
años; nivel clave 4, a 14-16 años; nivel clave 5, a 16-18 años.)
Aunque en el nivel 1 encontramos aquí algunos elementos «funcionales», éste es claramente un modelo de alfabetización
«crítica», en el sentido descrito
anteriormente. Esta es una
característica del enfoque en su
conjunto, y no justamente del área
de «mensajes y valores». Este
elemento crítico resulta tal vez
menos evidente en el área del
«lenguaje», pero está fuertemente
destacado en la de «productores y
audiencias». De esta manera, se
espera que, en el área del
«lenguaje», los estudiantes
aborden los diferentes elementos
del lenguaje cinematográfico, la
interacción de imagen y sonido, la
estructura narrativa, el papel de la
tecnología y la evolución del «estilo
fílmico». En el área de
«productores y audiencias», los
alumnos desarrollan su
comprensión de la producción, de
la organización económica, del
mercado y distribución de los textos
con imagen en movimiento, y de
las posibles respuestas de las
audiencias. Todas ellas son áreas
clave de la educación mediática, de
las que hablaré más detenidamente
en el capítulo 4.
Aunque los modelos de este tipo
son probablemente necesarios, no
dejan de plantear diversos
problemas, tanto de detalle como de principio. El documento del British Film Institute
no cita investigaciones relacionadas en esta área; en realidad, describe su modelo
como «hipotético», y sugiere que las investigaciones todavía no se han llevado a cabo.
Sin embargo, contamos con una considerable cantidad de investigaciones sobre estos
asuntos, en el contexto de un amplio abanico de disciplinas académicas. Con el fin de
RECUADRO 3.1.
«Alfabetización cinematográfica»: mensajes y valores
En el nivel 1, los estudiantes deberían ser capaces de:
· Identificar y hablar sobre diferentes niveles de
«realismo» (por ejemplo, del drama naturalista por
oposición a los dibujos animados).
· Referirse a elementos del lenguaje fílmico al explicar
respuestas y preferencias personales (por ejemplo,
toma, corte, zoom, primer plano, enfoque).
· Identificar órdenes como flashback, secuencias
oníricas, exageración; y discutir por qué son
necesarias y cómo se comunican.
En el nivel 2, los estudiantes deberían ser capaces de:
· Identificar las diversas formas que tienen cine, vídeo
y televisión de mostrarnos cosas que no han
sucedido «realmente», por ejemplo, acciones
violentas o mágicas.
· Investigar las razones a favor y en contra de medidas
como la censura, la clasificación por edades, y la
«cuenca radioeléctrica».
En el nivel 3, los estudiantes deberían ser capaces de:
· Explicar cómo aparecen representados en cine,
vídeo y televisión los grupos sociales, los
acontecimientos y las ideas, utilizando términos como
«estereotipo», «auténtico» y «representación».
· Explicar y justificar juicios estéticos y respuestas
personales.
· Argumentar en favor de formas alternativas de
representar un grupo, acontecimiento o idea.
En el nivel 4, los estudiantes deberían ser capaces de:
· Discutir y valorar textos cinematográficos, televisivos
o de vídeo con fuertes mensajes sociales o
ideológicos, utilizando términos como «propaganda»,
«ideología».
En el nivel 5, los estudiantes deberían ser capaces de:
· Discutir y valorar mensajes ideológicos en textos
cinematográficos, televisivos y de vídeo
representativos de la corriente principal, utilizando
términos como «hegemonía» y «diégesis»..
· Describir y dar cuenta de diferentes niveles de
realismo en textos cinematográficos, televisivos y de
vídeo.
· Explicar las relaciones existentes entre estilo estético
y significado social-político.
Fuente: Tomado con ligeras adaptaciones, de Moving Images
in the Classroom, British Film Institute, 2000, Págs. 52-56.
ilustrar algunas de las dificultades que plantea este tipo de mapas conceptuales de la
alfabetización mediática, en los próximos apartados de este capítulo discutiré las
grandes líneas de esta investigación y las diferentes interpretaciones que dicha
investigación admite. En este asunto, mi interés se centra en un aspecto particular del
campo, y en un medio, a saber, en cómo comprenden los niños la relación entre la
televisión y el mundo real. Así pues, la discusión nos proporcionará un estudio de caso
de algunas de las cuestiones de mayor alcance puestas en juego al tratar de definir la
alfabetización mediática. Empezaré con una explicación evolutiva «clásica».
Más allá de la ventana mágica
A los bebés, la televisión debe parecerles sencillamente una selección al azar de
formas, colores y sonidos. Sin embargo, a medida que desarrollan su capacidad de
identificar formas tridimensionales y una vez que comprenden las funciones del
lenguaje, los niños empiezan a desarrollar hipótesis acerca de la relación existente
entre la televisión y el mundo real. Al principio, la televisión se percibe probablemente
como un tipo de «ventana mágica», o tal vez como una caja de sorpresas dentro de la
cual viven escondidos unas personas diminutas. Sin embargo, a la edad aproximada
de dos años, los niños parecen haber comprendido que la televisión es un medio que
representa acontecimientos que se están produciendo (o se han producido) en otro
lugar diferente. La experiencia del vídeo les permite comprender también que la
televisión puede grabarse y reproducirse después a voluntad, y que lo que vemos en
ella no es necesariamente «en directo».
A partir de los dos años de edad, los niños desarrollan también una comprensión del
«lenguaje» de la televisión. Aprenden que sigue reglas o convenciones que no
coinciden con las de la vida real (Messaris, 1994). De esta manera, los niños aprenden
que cuando el zoom les presenta un primer plano ello no significa que el objeto en
cuestión se haya hecho mayor, y que el hecho de que la cámara deje de enfocar un
objeto y se centre en otro no significa que el primero haya desaparecido (Salomón,
1979). Aprenden a «llenar las lagunas» que puedan quedar al ser editado el filme, por
ejemplo, cuando uno de los personajes deja una habitación y acto seguido lo vemos
caminando por una calle (Smith, Anderson y Fisher, 1985). Los niños aprenden a
reconocer el comienzo y el final de los programas, y a percibir las diferencias entre
programas y anuncios publicitarios (Jaglom y Gardner, 1981)
Entre los tres y los cinco años de edad, la diferenciación entre televisión y vida real se
vuelve gradualmente más flexible. Son contados los niños muy pequeños que
parezcan creer que toda la televisión es real; en cambio, los niños algo mayores
pueden expresar justamente el punto de vista contrario. Sin embargo, a la edad
aproximada de cinco años de edad, los niños dan generalmente respuestas más
precisas, sugiriendo que la televisión unas veces es real y otras no (Messaris, 1986).
Entre aproximadamente los cinco y los siete años, los niños empiezan a distinguir
también entre diferentes tipos de programas de acuerdo con el grado de realismo con
que ellos los perciben. Por ejemplo, es muy probable que a esa edad distingan entre
dibujos animados, teatro de marionetas y acción en directo, y que consideren que
ciertos acontecimientos reflejados en acciones dramáticas percibidas en directo o en
las noticias son mucho más aterradores que acontecimientos parecidos mostrados en
dibujos animados (Chandler, 1997; Dorr, 1983 Hawkins, 1977). Estas relaciones las
elaboran a menudo en sus juegos relacionados con la televisión, en los que los niños
experimentan activamente con las diferencias entre «vida real» y «simple simulación».
Entre los ocho y los nueve años, los niños se vuelven más conscientes de las posibles
motivaciones de los productores de televisión —y, para ser exacto, a menudo con
muestras de absoluto cinismo acerca de los mismos—. Por ejemplo, pueden discutir
cómo está organizado el esquema narrativo de un culebrón para que nosotros lo
sigamos viendo, o cómo los anuncios publicitarios tratan de persuadirnos para que
compremos (Buckingham, 1993a). También están muy interesados en cómo se
producen los programas, y (entre los siete y los once año de edad) los juicios que
emiten acerca de la cualidad de la actuación o del realismo de la decoración son cada
vez más «críticos» (Davies, 1997; Dorr, 1983; Hodge y Tripp, 1986). Desde ambos
puntos de vista, es más probable que los niños consideren la televisión una creación
artificial, y mucho menos probable que la vean simplemente como un «trozo de vida».
Entre los nueve y los doce años (paso de la infancia a la adolescencia), los niños
demuestran también gradualmente una mayor comprensión social general en sus
juicios sobre la televisión, señalando carencias y cuestionando lo visto (Hawkins,
1977). Por ejemplo, pueden comparar su propia experiencia de la vida familiar con las
representaciones que de Ia misma ofrece la televisión, con el resultado final de que
estas últimas son calificadas de menos realistas. Sin embargo, también pueden
reconocer que en muchos casos, y por diversa razones, la televisión no persigue en
primer lugar el realismo y que la necesidad de verosimilitud debe equilibrase con la
necesidad de deleitar o entretener. De manera parecida, si bien es verdad que una
escena concreta puede ser percibida como irreal desde el punto de vista empírico —
por ejemplo, en géneros como la ciencia ficción o el melodrama—, puede interpretarse
también como expresión de un «realismo emocional» que los niños están en
condiciones de reconocer y encontrar atractivo (Buckingham, 1996a).
Finalmente, a partir de los once o doce años de edad, los niños pueden empezar a
reflexionar sobre el impacto ideológico de la televisión y los posibles efectos de las
imágenes «positivas» o «negativas» de ciertos grupos sobre las audiencias, incluso
hipotéticas. Empiezan a tornar conciencia del proceso de elaboración de
«estereotipos», tanto en la vida real como en los medios. También están en
condiciones de percibir las diferencias entre varios tipos de «realismo», así como de
desarrollar una apreciación estética del poder que tiene la televisión de crear la ilusión
de realidad de diferentes maneras (Buckingham, 1996a).
Problemas de realidad
Hasta cierto punto, esta explicación describe un proceso intrínsecamente educativo.
Explícita o implícitamente, la televisión como medio enseña las competencias
necesarias para encontrarle un sentido a la propia televisión, de la misma manera que
los libros enseñan a los niños a leer y el significado de la lectura (Meek, 1988). Por
ejemplo, buena parte de la televisión infantil se preocupa de «desmistificar» el medio,
mostrando cómo se hacen los programas y jugando con las distinciones entre
televisión y vida real, aunque a veces tales tentativas resulten contradictorias. Es más,
padres y compañeros de edad se convierten en maestros informales de los niños
siempre que ven juntos la televisión. Al afirmar o poner en tela de juicio la exactitud de
las representaciones televisivas, al explicar y comentar las imágenes que aparecen en
la pantalla, al asesorar acerca de si la televisión debería tomarse o no como modelo
de comportamiento en la vida real, están ayudando a los niños a desarrollar una
comprensión más compleja y matizada de las relaciones entre el medio y el mundo
real (Alexander, Ryan y Muñoz, 1984; Messaris y Sarrett, 1981).
De todos modos, esta explicación, sobre todo apoyada en la investigación psicológica
a que ha dado lugar, plantea varios problemas. La secuencia identificada aquí puede
representarse fácilmente recurriendo a un modelo piagetiano de desarrollo cognitivo
(véase Dorr, 1986), que, como tal, corre el peligro de quedar reducido a una secuencia
mecánica de «edades y niveles (o estadios)». Por otra parte, algunos críticos de la
investigación psicológica sugieren que el modelo en cuestión tiende a adoptar una
idea racionalista del desarrollo infantil, concebido como una progresión constante
hacia la madurez y la racionalidad adultas. En los trabajos de investigación sobre los
niños y los medios, este enfoque evolutivo tiende inevitablemente a potenciar
determinados tipos de juicios (en concreto, los juicios racionales, «críticos») a costa de
otros. De esta manera, una crítica distanciada de la inverosimilitud de la televisión se
toma como señal de «madurez»; por el contrario, en ese mismo proceso, cualquier
expresión de gozo o disfrute puede parecer positivamente ingenua.
Pero, tal vez sea más importante recordar que este tipo de explicación corre el riesgo
de descuidar las dimensiones sociales de los compromisos de los niños con la
televisión. En lugar de considerar los juicios sobre la realidad de la televisión
simplemente como fenómenos cognitivos, mi investigación sugiere que dichos
compromisos pueden estar también al servicio de diversas funciones interpersonales
(Buckingham, l993a). En el contexto del debate de grupo, el hecho de condenar
determinados programas como «no realistas» ofrece una magnífica oportunidad para
definir los propios gustos, y de esta manera afirmar una identidad social concreta. Por
ejemplo, las frecuentes quejas de las muchachas sobre el carácter «irreal» de los
argumentos o acontecimientos narrados en los dibujos animados de acción y
aventuras reflejan a menudo el deseo de distanciarse personalmente de lo que ellas
consideran gustos «pueriles» de los muchachos, con lo que al mismo tiempo
consiguen proclamar su propia madurez (femenina). Por otra parte, el hecho de que
los muchachos rechacen como «irreales» a los musculosos varones de una serie
como Los vigilantes de la playa puede reflejar cierta ansiedad frente a la fragilidad de
su propia identidad masculina. Siguiendo este razonamiento, tanto el rechazo del
melodrama por parte de los chicos como la aversión hacia las películas de acción
violenta por parte de las chicas pueden considerarse algo más que la aplicación
mecánica de juicios formados sobre el gusto: por el contrario, ambas actitudes
entrañan la exigencia activa de una determinada posición social. Dicha exigencia es a
veces provisional e incierta, y en muchos casos admite ser puesta en tela de juicio por
otros.
Indudablemente, este tipo de discurso crítico produce considerable placer: ridiculizar la
naturaleza «nada realista» de la televisión, especular sobre «cómo se ha hecho» un
programa y traer a colación la relación entre televisión y realidad podrían tener la
apariencia de importantes aspectos de la interacción cotidiana de la mayoría de los
espectadores con el medio. No obstante, este tipo de discurso se basa evidentemente,
al menos en cierta medida, en el rechazo del propio placer —o, respectivamente,
disgusto— en el momento de ver un programa. Prestar atención a los efectos
especiales en las películas de miedo, o soltar una carcajada ante ciertas
sobreactuaciones de los culebrones, son hechos que al parecer dan una sensación de
poder y control sobre experiencias que en su momento pudieron haber sido terroríficas
o conmovedoras, y de esa manera ofrecen un placentero sentido de seguridad
(Buckingham, l996a).
Sin embargo, es importante subrayar que este tipo de discurso crítico cumple también
determinadas funciones en el contexto del diálogo con otros. El contexto de
investigación mismo es claramente crucial aquí. Cualquier adulto que plantee a los
niños preguntas sobre la televisión —en particular en un contexto escolar, como ha
sucedido generalmente en mi investigación— es probable que sugiera estas
respuestas criticas. La mayor parte de los niños saben que muchos adultos
desaprueban el hecho de que ellos vean «demasiada» televisión; por otra parte, estos
niños están familiarizados al menos con algunos de los argumentos que demostrarían
la influencia negativa de la televisión sobre ellos. En ciertos casos, estos argumentos
se abordan directamente, aunque generalmente lo niños procuran quedar exentos de
tales cargos: sus hermanos menores pueden tal vez copiar lo que ven, pero sin duda
ellos mismos están libres de este tipo de acusaciones. De la misma manera que el
adulto parece desaprobar los «efectos» de la televisión sobre los niños —con lo que
se da a entender que lo adultos mismos no corren ningún peligro—, los niños tienden
a sugerir que estos argumentos sólo se aplican a niños mucho más pequeños que
ellos.
En cierto sentido, los juicios acerca de la «irrealidad» de la televisión podrían dar la
sensación de que desempeñan un función similar, aunque de forma más indirecta.
Tales juicios permiten que el hablante se presente a sí mismo como un espectador
sofisticado, capaz de «ver a través de» las ilusiones que ofrece la televisión. En
realidad, tales juicios entrañan un exigencia de estatus social y más en concreto,
especialmente en este contexto, la exigencia de ser «adulto». Si bien es verdad que
tales exigencias pueden ir dirigidas, al menos en parte, hacia el entrevistador y hacia
otros niños del grupo, a menudo parecen basarse en la necesidad de distinguir al
hablante de algún «otro» invisible: de esos espectadores que se muestran tan
inmaduros o estúpidos como para creer que lo que ve en la pantalla es real.
Es significativo que a menudo se den aquí claras diferenciaciones en función de la
clase social. En términos generales en mi investigación los niños de clase media se
han mostrado más predispuestos a percibir el contexto de la entrevista en términos
«educativos», y a articular convenientemente sus respuestas. Por el contrario, muchos
niños de clase trabajadora han tendido a utilizar la invitación a hablar sobre la
televisión como una oportunidad para afirmar sus propios gustos y para divertirse a su
modo en favor del grupo de pares. Mientras los niños de clase media dirigen buena
parte de su discurso hacia el entrevistador, con cuyo poder suelen mostrase
deferentes, esto no es tan frecuente en el caso de los niños de clase trabajadora, para
los cuales el entrevistador en ocasiones no pasa de ser una figura sin apenas
relevancia. De esta manera, los juicios acerca de la realidad de la televisión
representan un problema sobre todo para los niños de clase media. Las valoraciones
de estos últimos son, tanto cuantitativa como cualitativamente, más complejas y
sofisticadas que las de la mayoría de sus homólogos de clase trabajadora. No
obstante, a partir de estos razonamientos nadie debería sacar conclusiones simplistas
acerca de los niveles de «alfabetización mediática» de diferentes clases sociales. En
realidad, todo parece indicar que tales discursos críticos les sirven a estos niños para
cumplir determinadas funciones sociales, que al menos en parte tienen que ver con la
definición de su propia posición de clase. Concretamente, para los niños de clase
media representan un poderoso medio que les permite demostrar su propia autoridad
crítica, y distinguirse de los «otros» invisibles —-la audiencia representada por la
«masa»—, que como es lógico corren mayor peligro de sufrir los efectos nocivos de la
televisión. En el capítulo 7 expondré con mayor detalle otras implicaciones de este uso
del discurso «crítico».
Límites de la valoración
Esta incursión en la investigación sobre los niños y la televisión nos ayuda a
comprender diversos temas más amplios directamente relevantes para la educación
mediática. Por una parte, sugiere que un concepto sociológico como «representación»
no es en modo alguno un tipo extraño de imposición académica sobre los estudiantes.
Por el contrario, muestra cómo la comprensión que tienen los niños de esta cuestión
deriva (al menos inicialmente) de sus esfuerzos cotidianos por encontrarle un sentido
al medio, esfuerzos que comienzan en la temprana infancia. Sin embargo, también
sugiere que las valoraciones acerca de la representación o realismo son
frecuentemente muy complejas. Para establecer estas valoraciones, los niños se
sirven de una variada gama de tipos de conocimiento, entre los cuales se incluyen su
creciente conocimiento acerca de los procesos de producción mediática, su
conocimiento del «lenguaje» de los medios, y su conocimiento del mundo real. Dada
su complejidad, los juicios sobre la realidad están casi condenados a convertirse en
foco de tensión y debate. Algunas personas (por ejemplo, los profesores en el aula) tal
vez se consideren autorizados para imponer definiciones o versiones particulares de la
realidad. En estos casos, como sugieren Hodge y Tripp (1986), es frecuente que el
concepto de «realidad» sirva para expresar no cómo son las cosas, sino aquello que
los niños deben pensar. Por esta razón, es muy probable que tales definiciones no
sean aceptadas sin resistencia. Como mínimo, esto debería hacemos conscientes de
las dificultades de tratar de instruir a los niños acerca de las «inexactitudes» y
«tergiversaciones» de los medios, enfoque que, dicho sea de paso, sigue siendo
ampliamente compartido por muchos currículo de educación medíática (Bragg, 2001).
De todos modos, el punto clave en esta cuestión es que las valoraciones de los niños
acerca de la realidad de lo que ellos ven en televisión no ha de considerarse un
proceso puramente cognitivo o intelectual, ni tampoco un proceso puramente individual
Por el contrario, al hacer valoraciones «críticas» de este tipo, los niños tratan de definir
su propia identidad social, tanto respecto de sus compañeros como respecto de los
adultos Asimismo, las afirmaciones —explícitas o implícitas— sobre los «efectos» de
los medios reflejan inevitablemente puntos de vista más amplios acerca de la propia
posición. Lo que nosotros consideramos que es «real» depende también en buena
medida de lo que nosotros mismos deseamos que sea real, y por lo tanto del placer
que determinadas representaciones puedan ofrecemos. La discusión de todos estos
problemas en el aula representa, sin duda, un aspecto central de la educación
mediática, aunque, por las razones que yo mismo he apuntado, es probable que esta
tarea tope con grandes dificultades El aula no es un espacio neutral en el que, tras una
desapasionada búsqueda científica, se pueda establecer fácilmente la verdad
«objetiva». En realidad, el aula constituye un ruedo social en el que alumnos y
profesores mantienen una lucha sin cuartel en torno al derecho a definir sentidos e
identidades.
Así pues, esta explicación ilustra la importancia de lo que yo he denominado una
teoría social de la alfabetización mediática. Queda claro que para encontrarles un
sentido a los medios no basta con conocer qué es lo que hay en la cabeza de los
niños: es un fenómeno interpersonal en el que inevitablemente se ponen en juego
intereses e identidades sociales. En este sentido, un modelo como el mapa de
«alfabetización cinematográfica» del British Film Institute resulta sin duda
excesivamente reduccionista. Por una parte, nos anima a valorar los «resultados» de
acuerdo con declaraciones normativas de determinados estadios o niveles, definidos,
al menos parcialmente, de acuerdo con la habilidad de los estudiantes para utilizar una
serie de «palabras clave» (como «zoom», «estereotipo», o «hegemonía»). En cambio,
no nos dice cómo podemos intervenir para que los alumnos mejoren su comprensión,
y tampoco reconoce la dinámica social del aprendizaje en el aula. En último término,
más que un modelo de «progresión en el aprendizaje» representa un modelo
evaluativo.
En los próximos tres capítulos analizaré más detenidamente los diferentes
componentes de la alfabetización mediática, y describiré una serie de importantes
estrategias docentes. Advierto de todos modos al lector que, en la tercera parte del
libro, insistiré en algunas de las cuestiones más delicadas acerca del aprendizaje a la
luz de la investigación basada en el aula. Sin negar el valor potencial de un modelo
evolutivo, defenderé la necesidad de una comprensión más dinámica —y más social—
del aprendizaje, que vaya más allá de la especificación mecánica de «edades y niveles
(o estadios)». Al concluir este capítulo, sin embargo, me gustaría resumir los
principales puntos de interés y las ventajas del enfoque basado en la «alfabetización».
…………………………..

Pedagogía del Aburrido (Cristina Corea -Ignacio Lewkowicz)

PEDAGOGÍA
DEL
ABURRIDO
Escuelas destituidas,
familias perplejas.
Cristina Corea-Ignacio Lewkowicz
Paidós Educador
Capítulo 12
LOS CHICOS-USUARIOS
EN LA ERA DE LA INFORMACIÓN1
Cristina Corea
I
El esfuerzo es un componente que estuvo presente en nuestra tradición pedagógica.
Los que fuimos educados en las instituciones pedagógicas hacíamos el esfuerzo,
desarrollábamos una tolerancia entrenada en la espera de la obtención de resultados.
Esa es nuestra experiencia, no es la experiencia de los chicos contemporáneos.
Actualmente estos chicos se preguntan, nos preguntan: “¿cómo voy a leer un texto
que no entiendo de entrada?”, y nosotros les decimos, nos decimos, que no es posible
entender un texto de entrada. Pero esta observación carece de sentido para la
subjetividad de un chico contemporáneo, eso no tiene sentido para unos chicos que le
piden al texto escrito la misma conexión directa que a otros soportes, como Internet o
la televisión. El discurso pedagógico del esfuerzo nos exigía poder sostener algo más
allá de que nos conectemos, nos enganchemos, nos divirtamos. Y uno aceptaba hacer
el esfuerzo por el resultado. Pero hoy ese esquema está agotado.
Ante la frustración por no poder enseñar, ante el hecho de llegar a una institución
educativa con una expectativa y que esa expectativa siempre sea defraudada, nuestra
preocupación se fue desplazando de qué se enseña a por qué no se puede enseñar.
Ahora bien, la caída de nuestras expectativas no sólo ocurría en el colegio secundario
y en la universidad, sino también en el posgrado. Fue justamente en un posgrado
donde percibimos que estábamos en otro tipo de situación: no se trata de la
destitución de una subjetividad sino que esa subjetividad nunca se había destituido.
Que los posgrados no instituyen la subjetividad pedagógica que les es pertinente es
algo que veíamos en las experiencias de asesoramiento a estudiantes de posgrado
que querían iniciar, continuar o finalizar su tesis. Generalmente, estos prototesistas no
distinguen una tesis de una hipótesis, tienen serias dificultades para escribir o
argumentar... Ahora, cuando acompañábamos a estos estudiantes también veíamos
que en el posgrado no se pensaba con qué prácticas producir la subjetividad del
tesista. En definitiva, no se producía la figura del tesista porque se la suponía dada.
Así, el problema se sitúa claramente en relación con la alteración de un tipo subjetivo:
el alumno.
Al no haber subjetividad del que aprende, los chicos inventan sus propias estrategias
para aprender. Un chico que cursó álgebra en el Ciclo Básico Común de la
Universidad de Buenos Aires contaba cuál fue su estrategia para aprobar esa materia.
Decía:
“yo me puse en la cabeza la mentalidad Rambo; cursaba en mi comisión, después me
quedaba a cursar en la comisión siguiente y luego me iba a tomar unas clases de
apoyo en otra sede”. Lo interesante allí es la aparición de una figura y el hecho de que
esa figura haya podido representar una experiencia, una subjetividad: ésa fue, para él,
la subjetividad pertinente para aprender álgebra. Cuando pensamos en el
desfondamiento de las instituciones educativas, estamos pensando en el agotamiento
de la capacidad de las instituciones para producir la subjetividad del que aprende y del
que enseña.
1 Este trabajo resulta del seminario “Desfondamiento de las instituciones Educativas” que coordinó Cristina Corea
durante el año 2003 en el Estudio LWZ.
Este fondo de ideas es el que nos permitió avanzar en Pedagogía del aburrido, en la
investigación orientada a indagar la relación de los chicos con la televisión. O más
precisamente, con la información.
II
Durante los primeros momentos de la investigación, buscamos generar estrategias de
intervención para enseñar al alumno aburrido. Si bien lo hacíamos a través de
dispositivos nuevos y no de un modo directo —por ejemplo, cambiando la
bibliografía—, lo que buscábamos era intervenir en la situación pedagógica. Pero la
experiencia de la investigación cambió cuando comenzamos a pensar la relación de
los chicos con la información. Entonces, la investigación ya no estuvo orientada a
diseñar estrategias de intervención en el dispositivo pedagógico sino a pensar los
modos subjetivos de habitar situaciones de dispersión. En rigor, la tarea ya no era
pensar una herramienta para intervenir en una situación que diagnosticábamos como
desacoplada o sintomática sino pensar qué operaciones configuran los fragmentos de
información dispersos que permiten habitar una situación.
Cuando la estrategia de investigación dejó de centrarse en la intervención pedagógica
resultó necesario pensar la subjetividad del que interviene, del que lleva adelante la
intervención, del que diseña las estrategias, porque ya no es una figura instituida, dada
y pensada. La figura del observador quedaba destituida cuando empezamos a trabajar
con la idea de habitar; tuvimos que pensar entonces nuestra subjetividad como
investigadores que se constituyen en la experiencia de investigar. Entonces, para
pensar la relación de los chicos con la información nos pusimos a mirar la televisión
con los chicos, la tele de los chicos. Para pensar la relación de los chicos con Internet,
nos constituimos como usuarios virtuales. Dejamos de pensar cómo era el niño que
miraba la tele —si era consumidor o era espectador— y nos pusimos a ver cómo era
mirar la televisión: miramos Cartoon, miramos las películas para chicos.
III
Como resultado de este movimiento interno en la investigación, hoy tenemos una
casuística y algunas especulaciones pero no tenemos una teorización sobre cómo es
el pensamiento de base perceptiva. Pero sí vemos que difiere radicalmente del
pensamiento reflexivo de la conciencia. Un ejemplo. Mi hijo de cinco años juega a un
videojuego de luchas. Para jugar a ese tipo de videos, hay que apretar botones y
manejar una palanquita. Cada uno de los botones produce un movimiento específico
en el personaje que se ve en la pantalla. Yo asistí al aprendizaje que hizo mi hijo de
ese videojuego. En los dos primeros intentos, perdió enseguida. Pero en el tercer
intento ya estaba jugando alrededor de quince minutos. Ahora bien, contra mi
expectativa, no había aprendido qué producía cada tecla en la pantalla sino que había
desarrollado velocidad en los dedos. Había desarrollado destreza en los dedos y
velocidad de reacción para apretar durante el mismo lapso mayor cantidad de veces
todos los botones. Es cierto que se produjo un aprendizaje porque pasó de jugar un
minuto a jugar quince, pero también es cierto que sé produjo un pensamiento, aunque
no elaborativo o asociativo. Nuestra pregunta era, entonces, si existe un pensamiento
basado en la percepción. Y parece que existe, pero no se trata de un pensamiento
reflexivo sino más bien de una eficacia operatoria que no requiere de la conciencia —y
más aún: si la conciencia interviene, se vuelve más ineficaz—. El pensamiento demora
la reacción. La conexión permite operar en la velocidad.
Podríamos decir que la eficacia de ese aprendizaje está más ligada con la velocidad
que con la conciencia. Es decir que para llevar adelante este juego, por ejemplo, los
chicos desarrollan más velocidad motriz que pensamiento consciente y racional. No es
pensamiento representacional sino estrictamente conectivo. Por el contrario, el
pensamiento reflexivo entorpece la conexión. Un rasgo de este tipo de aprendizajes es
que no se producen por explicación: si uno quiere explicarle a alguien cómo hacer, no
puede. Esto mismo ocurre con el manejo del mouse. El mouse es la interfase que
opera la conexión del plano de la realidad con la virtualidad. La relación con él es
puramente mecánica; si uno piensa, no puede operar. El aprendizaje del uso del
mouse es puramente conectivo. Ahora bien, esta dimensión de los aprendizajes —más
conectiva y menos racional— seguramente está presente en los aprendizajes de la era
institucional. Pero vemos que en la actualidad se va haciendo cada vez más frecuente.
O mejor dicho, que en el entorno informacional es ésa la modalidad exclusiva de
relación. La modalidad de la conciencia, de la interpretación, de las representaciones
comienza a volverse impertinente. Si antes la modalidad conectiva era sólo una
dimensión de los aprendizajes muy acotada, hoy empieza a tomar un papel relevante,
empieza a adquirir preponderancia.
Ahora, en la investigación nos interesamos por la relación de los niños con la televisión
porque veíamos que para los niños la información es un dato primero y no algo que se
agrega posteriormente a su experiencia; y por lo tanto, los niños están más
desprovistos que los adultos del vicio de la ideología o de la interpretación. La relación
de los chicos con la información se da en la conexión con la información y no por
transmisión, se da en el estar ahí y en las operaciones que se hacen para habitar esa
situación. Nuestra tesis es que el niño como usuario de tecnologías destituye la
subjetividad pedagógica. Y la destituye porque en las operaciones propias del entorno
informacional cae la posibilidad de transferir.
IV
El siglo XX construye la posibilidad de la educación a través del juego. Pero esa
construcción siempre supone que quien juega desarrolla un recurso o una potencia
que le servirá para habitar otra situación. Si jugás, te educás sin darte cuenta. Esa
tambIén es la idea de uno de los canales para chicos, Discovery Kids: mirás televisión,
pero al mismo tiempo aprendés algo. En la tradición moderna de la pedagogía, el
juego también es un recurso para educar mejor, para que la educación en lugar de ser
una experiencia que requiere un esfuerzo sea una experiencia divertida. Pero si bien
se piensa la relación educación/juego, no se piensa al juego como algo en sí mismo.
La idea de que los nenes juegan al doctor y las nenas a la muñeca, y que así se
instituye la subjetividad del trabajador en los niños y la subjetividad de madre en las
niñas, es una lectura sociológica del juego basada en la transferencia: lo que se
adquiere en el juego hoy, se transfiere luego a otra situación. También es equivalente
a otra idea, la de que el juego sirve para elaborar la angustia, es decir, que el niño le
transfiere al juego angustias internas, y así utiliza el juego como un recurso para otra
cosa. La valoración pedagógica del juego implica pensar que el juego sirve para otra
cosa —para la vida adulta o para elaborar angustias—.
La relación pedagógica entre adultos y niños funciona sobre la existencia de la
transferencia. En más de un sentido, educar es transferirle alga a otro. Y a su vez, eso
que se transfiere debe tener la cualidad de ser transferible a otras situaciones. Pero la
transferencia en cualquiera de sus modalidades —transferencia de sentido, de
recursos, de saber— se torna inviable cuando se trata de un usuario que opera en un
entorno informacional. En los aprendizajes de tipo conectivo no es posible transferir y
ofrecen una vía para pensar la destitución de la posibilidad de transferencia. Este
saber que es básicamente perceptivo, conectivo y que no requiere de la conciencia, es
un saber que no se transfiere. O al menos, que no se transfiere al modo tradicional:
por un lado, no se transfiere de una persona a otra; por otro, no es posible transferirlo
de una situación a otra.
Por el contrario, en el entorno institucional, un niño se liga con un adulto por
diferencias de saber y de responsabilidad. El niño no sabe, el adulto sí. El niño no es
responsable de sus actos, el adulto es responsable por él. Ese modo de ligar pone al
adulto en el lugar de educador. El adulto puede garantizar el proceso de aprendizaje.
El adulto, cuando el chico se aburre y no quiere seguir, está ahí para decirle “hacé el
esfuerzo, que más adelante te va a servir”. Este modo de relación es lo que en
nuestras observaciones se fue mostrando agotado. Ya no es posible transferir. Por un
lado, porque en el entorno informacional, lo que se desarrolla como destreza, lo que se
adquiere como recurso no se puede transferir. Por otro, porqué en tiempos de fluidez y
de velocidad, las situaciones cambian tanto que un recurso que sirve para hoy, no
sirve para mañana.
V
Por otro lado y como parte de esta investigación, observamos que la infancia
contemporánea juega mucho más con los adultos que la infancia institucional. Hoy la
modalidad de juego no es sólo infantil, es más bien una modalidad de vínculo con otro.
Así como la infancia era una institución, el juego también lo era. En mi infancia mis
padres no jugaban conmigo, pero no porque eran malos padres, sino porque jugar era
cosa de chicos. La infancia actual es mucho más difusa en sus bordes, no es una
edad en la que están los chicos sino más bien un modo de estar en las situaciones
Entonces podríamos decir que las situaciones de la infancia pueden ser habitadas
también por los adultos que se constituyen subjetivamente en ese modo de estar.
Actualmente un chico no juega por el simple hecho de ser chico, muchas veces es
necesario hacerlo jugar. Muchos chicos no juegan, o en lugar de jugar se pegan.
Entonces comenzamos a pensar que la cadena de transmisión sociocultural del juego
está cortada. Cuando la infancia estaba instituida, el juego se transmitía de generación
en generación Pero eso sólo podía ocurrir en un contexto estable y regular, donde los
niños más grandes le enseñaban a jugar a los niños más chicos. La desaparición de la
vereda como lugar de encuentro y de juego es un dato relevante para entender la
destitución de la infancia como institución. Si no hay espacios públicos donde ir a
jugar, si las plazas no son lugares donde uno pueda llevar a los chicos, si la vereda es
un lugar peligroso, ya no hay lugares de transmisión del juego entre chicos. Ya no
quedan espacios sociales donde jugar. En lugares como el shopping, por ejemplo, no
se da esta modalidad social de juego entre los chicos. Antes el juego se daba de un
modo casi espontáneo. Actualmente, en cambio, hay que armar la situación de juego.
A muchos chicos hoy les cuesta armar esa situación si no hay alguien que ayude a
sostenerla. Si antes la situación de juego se armaba espontáneamente, era gracias a
la institución, es decir, gracias a la existencia de un contexto estable —la calle como
un lugar seguro, los vecinos tutelando—. Podríamos decir que existía un panóptico
que sostenía ese contexto de seguridad y permitía la repetición de los ritos de juego, y
cuando eso desaparece, el juego, como cualquier otra práctica, ya no se produce por
transmisión. Empezamos a ver que las situaciones donde los chicos se encuentran,
juegan y piensan son situaciones producidas y sostenidas ad hoc. En estas
condiciones, se da la paradoja de que muchas veces son los adultos quienes les
enseñan a jugar a los chicos. Así como muchas veces los chicos les tienen que
enseñar a los adultos a jugar en la computadora, los adultos les tienen que enseñar a
los chicos que la mancha tiene reglas, que no se trata de pegarse entre todos.
VI
También observamos una variación en los juguetes. La mutación de los juguetes es
otra de las vías para pensar no sólo la destitución de la infancia sino también la
variación del juego mismo. Nos detuvimos a pensar en los juguetes tecnológicos y
vimos que estos juguetes no son objetos a los que los chicos les puedan transferir un
sentido instituido. A un transformer, por ejemplo, no es posible transferirle un sentido
asociado con “papá, mamá, la ley”. Los juguetes del mundo de la infancia institucional
eran juguetes cuyo sentido venía dado por los entornos institucionales: la familia, el
trabajo. Los chicos recibían el sentido de esos objetos junto con los objetos, no lo
tenían que producir, lo producía la institución. Los juguetes institucionales son símiles
de las instituciones, son símbolo de las instituciones. Por supuesto que estos juguetes
todavía existen, pero coexisten con otros y en esa heterogeneidad pierden la potencia
que tenían por estar investidos de un valor ideológico. Los transformer, los digimon
son juguetes que no tienen ningún tipo de símil en la realidad, son una pura realidad
tecnológica. Entonces, los niños en su relación con estos juguetes tecnológicos están
llamados a hacer un trabajo de significación muy potente.
Un ejemplo de este trabajo de significación que hacen los chicos sobre los juguetes es
que muchos chicos, cuando reciben un juguete, valoran tanto el objeto como el
envoltorio. Estos juguetes traen generalmente un envoltorio impresionante, y ese
envoltorio trae una ficha técnica que muestra que integran una serie —una serie que a
su vez existe mediáticamente—. Entonces, el cartón que sintetiza la información sobre
el juguete es tan importante como el juguete mismo. Un chico que recibió un muñeco
de éstos como regalo de Reyes, ante el pedido de su primo de que se lo muestre, le
llevó el cartón, y no el muñeco. Una amiga contaba que su nieta jugaba más con los
cartones de las barbies, que con las barbies. Es decir que el usuario tiene que hacer
operaciones muy potentes de significación de los objetos. Los chicos tienen que hacer
un trabajo muy intenso sobre la información —“estudiar” los cartones, mirar la tele,
recordar los nombres de todos los muñecos de la serie—. Tienen que hacer un trabajo
de producción de sentido para un objeto cuyo sentido no está instituido o, si tiene
algún sentido, ese sentido tiene la labilidad de la información. En los contextos fluidos,
si algo funciona en un solo soporte o demanda una sola operación o es una sola cosa,
no puede ser asumido, pensado, habitado. Es decir, para un chico, un muñeco que
viene con el álbum de figuritas, que trae stickers, que sale en los vasitos de yogur, que
sale en la televisión, que tiene la película, tiene mucho más valor. Pero no porque el
chico sea un consumidor que compra “todo lo que le imponen”, sino porque la
multiplicación de soportes hace más habitable la navegación en la información. Una
cosa que es una sola, no genera operaciones, sólo pasa —como en el zapping—.
Para que algo obtenga sentido para un chico, el chico lo tiene que encontrar en
distintos soportes y operar sobre eso varias veces. Por eso uno ve que las películas o
los juguetes que tienen más éxito entre los chicos son aquellos que están asociados a
otros objetos. En esta línea leemos la eficacia de Harry Potter. La eficacia de Harry
Potter no está tanto en el valor literario de la novela, sino en el hecho de ser un
artefacto multimediático. Harry Potter es un multimedia: es una novela que viene
acompañada de una película, de disfraces, de promociones en McDonald’s, de todo un
rnerchandising. Y esa gran prodigalidad de soportes, esas permanentes reapariciones
bajo distintas formas, es lo que les permite a los chicos apropiarse de eso y al mismo
tiempo seguir reproduciéndolo —los chicos hacen, por ejemplo, sitios de Harry Potter
en Internet—. Parecería que estas operaciones requieren una existencia
multimediática porque hoy, si el texto no es multimediático, no genera ningún tipo de
operación. Una maestra de jardín contaba que después de leerles un cuento a los
chicos, una nena le preguntó: ¿y la parte dos?”. La parte dos es hoy para los chicos
algo así como el modo en que se estructuran las cosas. Uno puede ver allí una
operación del mercado, o puede ver en cambio la necesidad de que algo tenga una
aparición ulterior. En los entornos informacionales algo que se presenta como una sola
cosa no induce ninguna operación. Desde el punto de vista de los chicos, la película y
la novela vienen prácticamente juntas. Los chicos piensan si va a leer primero el libro y
luego van a ver la película, o al revés. Piensan la relación de la novela con el libro.
Tanto el libro como la película son parte del hipertexto, del multimedia. Algunos
pueden preferir más Internet que la película, otros más la película que el libro, eso va
en gustos, pero cada uno de esos términos funciona en red, no funciona de manera
autónoma. El solo hecho de que exista un diálogo constante entre la novela y la
película nos habla de la presencia de otra subjetividad. Es decir, de una subjetividad
que no se constituye leyendo, sino en la interfase entre los distintos soportes.
VII
Para poder percibir las operaciones que hacen los chicos para habitar la información
—es decir, para ligar, vincularse con otros, pensar, detenerse— nos fue imprescindible
atravesar, por un lado, el prejuicio ideológico del consumo: en definitiva, atravesar la
crítica del consumo y dejar de ver en el chico que pide un muñeco y después el álbum
de figuritas y después la remera, a un mero consumidor que “se traga todo”, y
empezar a ver allí una operación de cohesión. Y por otro lado, nos fue imprescindible
abandonar la posición pedagógica: abandonar la suposición de que todo recurso
obtenido en el entorno informacional debería poder ser transferido a otra situación, es
decir, servir en otra situación. La idea de educar para el futuro hoy directamente
implica dejar a los chicos desolados. Intentar educar para el futuro es de algún modo
abandonarlos. Porque de ese modo uno no puede pensar qué piensan los chicos. Los
chicos piensan, operan, diseñan estrategias. Entonces, si uno desvaloriza esas
operaciones por el hecho de que no sirven para el futuro, se pierde la posibilidad de
componerse a través de esas operaciones, de componerse en el vinculo con los
chicos.
Capítulo 13
¿QUÉ HACEN LOS CHICOS CON LA TELE?2
Cristina Corea
Bajo ciertas condiciones, la televisión puede ser una situación de pensamiento. Es
decir que se puede constituir una subjetividad en la experiencia de mirar la TV, o más
bien en la experiencia de pensar a partir de mirar la TV. Sería una experiencia de
pensamiento que se constituye sobre el mirar y no sobre el escribir hablar. En el siglo
XIX la subjetividad social se constituyó a partir de la práctica de la lectoescritura, en el
siglo XX a partir de la escucha —se ponía el acento en la comunicación—, y en el siglo
XXI a partir de la mirada, es el siglo del espectador. Entonces, bajo ciertas condiciones
la mirada puede ser una experiencia de pensamiento. Y la pregunta es: ¿cuáles son
esas condiciones?
En principio parece negada la potencia de la TV como un real capaz de producir
efectos. Nadie negó cuando Freud dijo que había sexualidad infantil, que los órganos
sexuales tenían tal potencia que la subjetividad no podía dejar de constituirse a partir
de la experiencia de la sexualidad. Hay experiencia de sexualidad porque se admite
que los órganos sexuales tienen una potencia tal que deben ser pensados
significados. Hoy, tendríamos que admitir esa potencia en las prácticas mediáticas. Es
decir, que la TV puede ser soporte de una experiencia, que la TV tiene la potencia de
constituir la subjetividad. La subjetividad mediática sería el resultado de darle a la TV
un lugar de causa —como le dio el psicoanálisis a los órganos sexuales. Ya no hay
toqueteo sino sexualidad infantil. Ya no hay pura conexión sino operaciones de
pensamiento a partir de mirar la TV.
Hoy, para que haya operaciones tiene que haber una conexión básica. Es decir, si no
estamos mirando la TV no podemos pensar sobre eso. Es necesario un primer nivel de
conexión. En principio tiene que haber conexión, después vendrán las operaciones, la
experiencia. La pregunta sobre cómo se puede usar la TV en la escuela es incorrecta
porque no puede haber un uso pedagógico de la televisión. A ella se está conectado o
no, y si no se está conectado no se puede pensar sobre eso. La única forma de hacer
algo con la televisión es dejarse tomar por ella, no importa si es en la escuela o en la
casa; hay que hacer la experiencia de ser un espectador, como primera medida,
después se puede empezar a pensar. En este primer nivel de conexión, la edad no
interviene, la conexión no está condicionada por la edad, sino que depende de una
decisión subjetiva.
Partiendo de estas aclaraciones se configura una investigación que toma en serio esta
pregunta: ¿qué hacen los chicos con la televisión? En esta experiencia, la
investigación nos llevó a la constatación de que no había un universo homogéneo para
la infancia; de que ya no había un niño como figura instituida. Nos encontramos en un
terreno de mucha dispersión, de mucha disparidad, en el que se multiplicaban las
experiencias de los niños.
Investigué mucho, en el marco del trabajo del que hoy quiero hablar, sobre cómo ven
la televisión los chicos. Durante mucho tiempo investigué cómo escribían los
estudiantes universitarios, y el punto de partida fueron mis propios alumnos. Del
mismo modo, cuando quise empezar a pensar qué hacían los chicos con la televisión,
lo primero que hice fue ver cómo veía televisión mi hijo, los amigos de mi hijo, los hijos
de mis amigos. Esto, lejos de sesgar la investigación, creo que es su esencia: la
implicación es lo único que permite producir una relación de pensamiento.
Partimos de una pregunta actual: ¿qué hacen los chicos con la tele? Una razón por la
cual me interesan las posibles respuestas a esta pregunta, más allá de mi relación
2 Charla en el Hospital de Niños, 9 de Octubre de 2003.
directa con los niños, es mi relación directa con mis colegas. Soy docente desde hace
veinte años y, en general, noto que los maestros odian la televisión, que la televisión
está mucho más denostada y devaluada de lo que se admite. Así, los críticos de la
televisión son de algún modo interlocutores de esta investigación. Diría que la crítica
se ejerce desde dos mitos: por un lado, el mito que dice que la televisión tiene que
servir para educar, que tiene que elevar el nivel cultural de la gente, tiene que ser una
herramienta edificante. Por otro lado, el mito de que manipula, hipnotiza, genera
adicción, genera terribles comportamientos imitativos, violentos.
El otro punto de partida de esta investigación es la convicción de que no se puede
tratar a los chicos como cosas. Son subjetividades muy activas y suponerlos pasivos,
objetos de múltiples vejámenes o víctimas nos aleja del verdadero desamparo que
padecen, que es el desamparo de un pensamiento que realmente los piense. No están
desamparados por irresponsables, por ineptos o por inmaduros, sino porque los
modos en que ellos piensan, cómo ellos se constituyen y operan escapan a las
modalidades más o menos establecidas de pensarlos. Por esto les decía que para
pensar con un niño es indispensable estar involucrado en situación con un niño.
Respecto de la televisión, la cuestión es bastante complicada. Dijimos ya que uno de
los interlocutores de esta investigación eran mis colegas. En el entorno de la
pedagogía y la educación en general se observa en los maestros una actitud
espontánea de denostar la televisión. Para un maestro, un libro es un hecho
culturalmente inobjetable: un libro es garantía de cultura e implica operaciones
intelectuales, mientras que la televisión, en principio, no lo es. Hay que trabajar mucho
más para que alguien acepte que se puede pensar la televisión que para que alguien
acepte que se puede pensar un libro.
Se nos presentan, entonces, dos figuras contrapuestas: la del letrado y la del
espectador. Y la figura del espectador, que es la más contemporánea de nuestra
experiencia cultural, está bastante devaluada porque no se le da estatuto de
pensamiento a la experiencia de ser espectador. Todos somos espectadores
involuntarios. Las condiciones están dadas para que cada día estemos mucho tiempo
en contacto directo con una pantalla, sea por decisión o por azar: hay televisión en las
salas de espera, en los bares, hay radios en los comercios, podemos estar en algún
momento del día en relación con una computadora. La experiencia de estar ante una
pantalla hoy nos es constitutiva. Más allá de la posición que adoptemos frente a eso —
más allá de que nos parezca que hay que pensar cómo afecta eso a la subjetividad o
que nos parezca que no es necesario pensarlo—, eso es algo que nos pasa: somos
habituales espectadores de pantallas. Y eso no está pensado, no está teorizado,
mientras que sí están muy pensadas la experiencias ligadas con la escritura, la
interpretación y la crítica, con lo que podemos llamar la cultura de la letra o la cultura
letrada.
Podemos postular que el espectador es una subjetividad que se escapa, que tiene una
configuración bastante inestable. La configuración informacional parece ser una
configuración endeble, que no se constituye con prácticas que marcan simbólicamente
como las prácticas que marcaban la experiencia de los lectoescritores. El espectador
se configura y se desconfigura en distintos entornos: no es una estructura que
permanece sino una configuración que se arma y se desarma, que entra y sale de la
red, que se evapora.
Creo que el punto interesante para pensar es bajo qué condiciones este hecho casi
fatal de ser espectadores puede ser una experiencia. ¿En qué condiciones podemos
pensarnos como espectadores de televisión, de información, como usuarios de
tecnología en el imperio de la información? ¿En qué condiciones esto puede ser una
experiencia de pensamiento? Llamaré experiencia a aquel hecho práctico en el que se
piensa y que, en tanto se piensa, se constituye pensando. Ser espectador, de acuerdo
con esta definición de experiencia, sería ser una subjetividad pensada.
Un problema que aparece es que no podemos exigir a la experiencia del espectador
que tenga los mismos atributos que tenía la experiencia de quien se constituye en la
experiencia del libro o en la experiencia de la letra. Partir de la subjetividad identificada
con el sujeto del libro o de la letra, materializada en el alumno, en el sujeto del
aprendizaje escolar, es poner al espectador en situación del que sólo puede perder. Y
esto es así porque, en principio, el espectador no se constituye en la experiencia de la
interpretación: el espectador no se constituye en relación con la televisión por vía de la
conciencia sino por la vía del estímulo, por vía de una percepción sobre la cual la
subjetividad no opera desde la conciencia. Esta idea acerca de cómo se constituye la
subjetividad del espectador no está del todo desarrollada. Tenemos una experiencia
hecha con los niños, mirando a los niños, mirando a los niños mirar la televisión y
navegar en Internet, pero no disponemos de mucha teoría. Sí tenemos muchas
preguntas sobre cómo es la experiencia del espectador, cómo es ser espectador y
cómo es ser usuario de las tecnologías.
El sujeto del aprendizaje, el sujeto escolarizado —identificado con el niño formado bajo
esos parámetros que mencionábamos de la infancia instituida— se constituye
básicamente en una relación con los estímulos en la que el estímulo aparece, el
aparato perceptivo lo recibe y la conciencia lo reelabora. Esa reelaboración funciona
según la lógica de la interpretación: lo que transforma un estímulo en algo que
permanece en la conciencia es una interpretación del sujeto, es decir que el sentido de
ese estímulo percibido será el que el sujeto produzca para interpretarlo.
Con el espectador aparece la figura de alguien que no interpreta sino que se conecta
directamente y opera con el estímulo. La interpretación no es un requisito para habitar
el entorno informacional; allí no es necesaria. Sí es necesaria para habitar un entorno
textual: no se puede leer sin interpretar. Pero no formaría parte del universo de la
información, del tipo de destrezas u operaciones necesarias para habitar el entorno
informacional. La escuela puede desarrollar estrategias críticas o mecánicas de
interpretación. Hay chicos que hacen operaciones interpretativas más arriesgadas que
otros, pero siempre la constitución subjetiva del lectoescritor transcurre bajo
operaciones que son de interpretación y en las cuales el sentido es decisivo. El sentido
que cada sujeto produce con lo que recibe es el ser mismo de ese sujeto. Pero en el
entorno informacional, para la subjetividad del espectador o del usuario, el sentido no
cuenta. O cuenta muy poco. Esta es una diferencia bastante importante entre letrado y
espectador.
Planteo una situación a modo de ejemplo de los problemas que trae pensar la
subjetividad del espectador. Una semióloga que tiene una hija de ocho años comenta
que le resulta asombroso lo temprano que su hija dejó los juguetes para ser
meramente televidente. En una familia de intelectuales —él es sociólogo y ella,
semióloga, y su tema son los medios— produce perplejidad una niña que a los ocho
años deja de jugar con muñecas para volcarse plenamente a la televisión, para
encontrar en la televisión casi el único recurso que la divierte o que la entusiasma. La
chica se vuelve fanática de Rebelde Way, un programa sobre adolescentes en un
colegio secundario. La madre, que siempre se manejó muy abiertamente, sin censurar
nunca la televisión, no puede contener la necesidad de plantearle a su hija el trasfondo
ideológico del programa en cuanto a la pertenencia de clase de los protagonistas y del
colegio en el que se desarrolla la trama. Pero la respuesta de la nena al discurso
ideológico de la madre es demoledora: “Es televisión”, dice. En la respuesta se ve
claramente lo poco que importa el sentido de lo que se ve. Y además, cómo la
experiencia de esta nena en tanto espectadora de televisión pasa por otro lado: en el
ver y dejar de ver hay algo más que no es del orden de la interpretación del sentido de
lo que dice el programa. Esto es decisivo: no hay lectura ideológica que sirva de guía
de análisis respecto de estos fenómenos.
La misma diferencia respecto de la televisión se estableció con Chiquititas. La
narración se desarrollaba en un orfanato habitado por chicos que no padecían la
orfandad, que no estaban marcados por ésta. En las escuelas se hacían lecturas
didácticas que hacían pie en la cuestión del sentido, motivando ejercicios para
esclarecer a los chicos que les estaban vendiendo una imagen falsa del orfanato. Pero
ése es el tipo de lecturas que no resulta de ninguna manera viable: ese modo de
relación con la televisión es un modo que está inmediata y espontáneamente
desestimado por los chicos. Al hablar con un chico de la televisión, no es ésa la
interpretación que está en juego: Ahora bien, ¿qué está en juego entonces? Esa es
nuestra pregunta.
La primera operación visible es este conectarse y desconectarse, pero es una
operación que observamos que no deja demasiada marca, que configura demasiado
poco. La pregunta que nos hacíamos cuando mirábamos a los chicos, cuando
mirábamos la televisión con los chicos, era: si no interpretan, entonces, ¿qué hacen?
Está claro que partimos de la idea de que hacen algo: los chicos piensan, pero
piensan bajo una modalidad que no es la de la conciencia, no es la de la inducción ni
es la de la inferencia. No es la de ninguna de las figuras de la interpretación. Entonces,
para pensar qué hacen los chicos nos preguntamos qué tipo de problemas les
presenta la información, o cuál es el tipo de malestares o padecimientos que sienten
cuando están en entornos informacionales. Y resulta evidente que una de las cosas
que perturban y complican la posibilidad de habitar los entornos de la información es la
saturación.
Cuando los chicos dicen que se aburren, un modo de entenderlo es pensar que hay
mucha estimulación y poca capacidad de enganche con los estímulos que vienen.
¿Con qué recurso la televisión nos hace quedar o nos propone conexión?
Proporcionándonos estímulos. Y lo interesante de este modo de pensar la
problemática aparece en este punto: lo que la televisión ofrece a cambio de que nos
quedemos es lo que, en ciertos umbrales, nos expulsa. Me conecto. La televisión me
estimula. Me quedo. Me saturo. Me aburro. En ese par conexión/saturación se juega
gran parte del tipo de operaciones que un espectador o un usuario tiene que hacer
para poder habitar la relación con la información.
Es curioso el hecho de que los chicos no hacen zapping: Miran los programas, miran
la publicidad, van a buscar algún juguete como el que están viendo en el programa
para poder interactuar más. Aquí se ve que la idea de que los chicos son pasivos es
poco eficaz para entender qué hacen. Ellos buscan un muñeco, piden que se les
compre el producto que aparece en la publicidad. Los chicos multiplican las
conexiones, lo cual es un modo de habitar la información. Pero multiplican las
conexiones de un modo que no está ofrecido mecánicamente en el formato. El chico
que busca el muñeco para seguir mirando la televisión, trae un elemento más para
conectarse con lo que está pasando; y ésa es una operación que produce él. El chico
produce una densidad con la información y desacelera el flujo.
Hay otras operaciones. Los chicos miran televisión y hacen lo que se hace en la
televisión. A esto se lo puede ver como mera imitación, pero también como un modo
de conexión, de dejarse habitar por la información, de desacelerar algo que “viene y
pasa” y no deja marca a menos que se interactúe con eso. Hay una mirada bastante
maliciosa que dice que la televisión transforma a los chicos en consumidores, en
ovejas de rebaño, en presas del mercado. Pero también podríamos pensar que si un
estímulo se presenta una sola vez, no tiene cómo alojarse. Y en ese marco, la serie
hipertextual que arman —mirar, jugar con, disfrazarse de, coleccionar, interactuar con
el amigo— es una cadena de operaciones de conexión para poder habitar la velocidad
de la información. Un estímulo único en el entorno informacional no se percibe. Eso es
algo que saben quienes arman los formatos televisivos, y así es que incluyen cada vez
más elementos en la oferta del programa —Internet en simultáneo con el programa,
por ejemplo—. Los chicos son, en ese sentido, navegantes de la información.
Otro punto interesante es que, así como no hay institución infancia, no hay institución
televisión. La televisión es un nodo de la información: nadie ve televisión solamente
sino que se ve televisión en un circuito integrado con otras tecnologías. La televisión
es un nodo denso, con mucha capacidad de conectar. Así, Rebelde Way quizá no sea
tan significativo para un chico por el contenido sino más bien por la cantidad de
interacciones que le permite hacer. De Rebelde Way hay CD, ropa, merchandising,
conversación posible. Cuanto más se pueda multiplicar la conexión, más tiempo el
estímulo puede ser alojado en el universo del espectador. Así, cambió totalmente la
experiencia del coleccionista. Los chicos no pueden terminar de coleccionar una serie
de figuritas porque siempre aparece algo nuevo que hace caer lo anterior. Los
álbumes no se completan, pero observamos que cuanto más entono tiene un álbum,
más perdura. Para que una colección de álbum de figuritas permanezca y no caiga a
la semana debe estar en una relación hipertextual con otras cosas. Una mamá que
entrevistamos dice que los chicos no son críticos con los productos mediáticos; que los
chicos van a ver todas las películas y todas les gustan, y que la diferencia entre una
película y otra reside en cuánto tiempo se la recuerda. Hay películas que caen en el
olvido de inmediato y otras que permanecen. Y las que permanecen, permanecen
porque ellos hacen operaciones: piden el video o el disfraz, coleccionan las figuritas,
juegan con eso. Esto nos habla de modalidades de recepción sumamente activas. Se
ve en los niños una subjetividad muy activa, operando todo el tiempo contra la
evaporación de la información, contra la dispersión.
Por supuesto, el umbral es bastante complicado porque la oferta de conexión está
pautada por el mercado. Uno entra en una juguetería y ve dos Max Steel, uno cuesta x
pesos; el otro, el doble; el último está en la televisión y el otro no. Y el muñeco es el
mismo. Uno podría pensar que estar en la televisión le agrega valor a un muñeco, en
el sentido de que lo que no está en la televisión no existe. Hay entonces una mirada
posible del mercado como artificio maléfico que se aprovecha del chico. Pero también
es cierto que desde la experiencia del chico no se ve cómo, sin instituciones, un
juguete puede adquirir significación si no es por vía mediática. Esto es interesante
como experiencia o como padecimiento de la infancia actual. Nuestros juguetes, los
juguetes de la infancia instituida, eran objetos que se producían en un entorno de
escasez. También estaban bastante diferenciados por géneros. Y quizá en un contexto
de escasez uno no recuerda las cosas porque sean buenas sino porque son lo único
que hay. Recordar algo en un contexto de saturación es bastante más complicado, y lo
bueno y lo malo pasa a tener otro estatuto. En nuestra infancia, además, los juguetes
venían investidos por el entorno institucional en el que funcionaban. El sentido de la
muñeca era el de las prácticas institucionales en las cuales vivía una nena: jugar a la
mamá era una cuestión de género, pero de género instituido; había expectativas de los
adultos, había discursos instituidos que les daban sentido a esos objetos. Los chicos
se ligaban libidinalmente con los objetos, de acuerdo con su significación en algún
entorno de institucionalización fuerte. ¿Qué investidura le puede dar una familia al
malo de Max Steel o a los Pokemon? Esos objetos están investidos de significado por
la televisión o por Internet, y si no, caen. No hay ninguna institución con capacidad de
investirlos con algún sentido. Entonces resulta lógico que, para el chico, lo que está en
la televisión tenga sentido y lo otro no.
Los objetos tienen la posibilidad de constituirse en un hipertexto con otras cosas. Ese
hipertexto, por un lado, aísla el objeto de la cornucopia de cosas posibles y selecciona
algo, pero a la vez genera una cadena que ofrece algún entorno para alojar lo que se
aisló. Algo interesante que apareció en la investigación fue que la caja de cartón de un
juguete tiene, muchas veces, el mismo valor que el muñeco; porque el cartón tiene
información. Hay chicos que coleccionan cartones como si fuesen las fichas de los
objetos, porque los objetos, sin la información necesaria, parecen materia inerte,
¿Cómo albergar la información ante tanta velocidad sin algún registro, o algún fichero?
Lo que me parece bastante triste de la infancia de estos chicos es la obsolescencia en
la que caen rápidamente las cosas con que juegan. Podría decirse que hay un
malestar propio de la generación de la infancia informacional que nosotros no
teníamos. Los chicos de hoy tienen que lidiar contra la evaporación y no contra la
represión institucional. La idea de valorar la imaginación infantil como símbolo de
libertad surge de la experiencia de una infancia disciplinada en contextos muy
represivos, en los que la imaginación era un modo de liberarse de una represión
constitutiva de la educación de un chico. En un contexto disperso —o en una situación
directamente sin contexto, que sería lo propio de esta época informacional, en la que
hay pura circulación de estímulos, velocidad y dispersión—, el problema de los chicos
no es defenderse de la represión sino generar formas de engancharse con algo que
les permitan constituirse pensando o habitando un flujo que no ofrece descansos.
El aburrimiento estaría representado en la figura de alguien que aparece como una
pista de información por la que pasan los estímulos y no se puede componer respecto
de nada. Ésa sería la figura del aburrido: el espectador que es pura pista de
información. Pero en la medida en que hay algún tipo de operación que compone esos
estímulos, empieza a generarse densidad y ese espectador puede ser soporte de
alguna experiencia. Y en ese sentido, poco importa tanto si eligen Rebelde Way o algo
con más espesor filosófico.